Por Facundo Fernández Barrio, desde Buenos Aires Enero 22, 2015

Va camino a convertirse en el episodio de mayor gravedad institucional en la era kirchnerista: el fiscal federal Alberto Nisman, responsable de la investigación sobre el peor atentado terrorista en la historia argentina, apareció muerto de un disparo en la cabeza el domingo pasado en su departamento. ¿Suicidio? ¿Asesinato? ¿Suicidio inducido? El caso ha dado origen a teorías, hipótesis y fantasías para todos los gustos. Alrededor de su muerte hay, sin embargo, dos datos incontrastables. Primero: cuatro días antes de su fallecimiento, el fiscal había denunciado a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner por haber orquestado un presunto “plan criminal” para encubrir a los supuestos responsables de la voladura de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) en 1994. Segundo: las circunstancias en las que murió no son ajenas a una “guerra” interna en el seno de los servicios de inteligencia, un factor de poder que el gobierno nunca logró domar.

Desde 2004, Nisman fue el fiscal especial para la investigación sobre el atentado a la AMIA, en el que murieron 84 personas. Siempre apuntó al régimen de Irán como autor intelectual de la masacre, e imputó a ocho funcionarios y ex funcionarios iraníes por el ataque. En el transcurso, Nisman no sólo se vinculó estrechamente con las diplomacias de Estados Unidos e Israel, sino también con un poderoso sector de la Secretaría de Inteligencia de Estado (SIDE), luego rebautizada como Secretaría de Inteligencia (SI). Nisman reconocía que una buena parte de su acusación contra los iraníes se basaba en información provista por la SIDE.

La investigación del fiscal tuvo respaldo del gobierno argentino durante la gestión de Néstor Kirchner y durante los primeros años de la presidencia de su esposa. Pero el gran obstáculo para avanzar en la causa AMIA era (y sigue siendo) que Irán se negaba a entregar a los imputados, lo que hacía imposible su indagatoria y eventual procesamiento. En enero de 2013, el caso dio un vuelco absoluto cuando el canciller Héctor Timerman firmó un memorándum de entendimiento con su par iraní para zanjar el asunto. Según el oficialismo, fue una jugada en la que no había nada que perder para movilizar una causa paralizada desde hacía años. Según la oposición, fue un pacto espurio para garantizar la impunidad de los presuntos responsables del atentado.

Nisman siempre mostró reparos sobre el memorándum, pero esperó más de dos años para jugar su carta brava: el miércoles de la semana pasada, el fiscal presentó un pedido de indagatoria contra CFK, el canciller y otros dirigentes cercanos por un presunto plan para negociar la “inocencia” de los iraníes a cambio de petróleo. La acusación de Nisman se basó en centenares de escuchas telefónicas a Jorge Khalil, un dirigente de la comunidad islámica que se comunicaba con uno de los iraníes imputados, el sheikh Mohsen Rabbani, y con personajes afines al kirchnerismo. Como plato fuerte, Nisman reveló la identidad de un supuesto agente de inteligencia que decía reportar directamente a la presidenta, y que promovía la construcción de una “pista falsa”.

Los últimos días del fiscal fueron convulsos. Extrañó a sus allegados que hubiera regresado antes de lo previsto de un viaje con su hija en Europa para presentar, en pleno receso judicial, una denuncia en la que trabajaba desde hacía años. Lo cierto es que Nisman formuló su acusación apenas unos días después de que CFK removiera a la cúpula de la SI y desplazara a Antonio Horacio Stiuso, (ahora ex) director general de operaciones y hombre fuerte en las sombras de la inteligencia. Stiuso era conocido como el alter ego de Nisman en la causa AMIA y estaba enfrentado a otro influyente espía, Fernando Pocino, quien contaría con el beneplácito oficial.

Quienes hablaron con el fiscal en sus últimas horas cuentan que pasó el sábado en su departamento del edificio Le Parc, en el exclusivo barrio de Puerto Madero, compenetrado en su denuncia, cuya versión completa debía presentar el lunes en el Parlamento. Nadie lo oyó perturbado ni deprimido. Según la autopsia, Nisman murió el domingo al mediodía. En circunstancias normales, los primeros peritajes habrían convencido a cualquiera de que fue un suicidio.

La primera reacción del gobierno fue acogerse rápidamente a la versión del suicidio: “¿Qué fue lo que llevó a una persona a tomar la terrible decisión de quitarse la vida?”, escribió Cristina Fernández en Facebook. Sin embargo, dos días después, la propia presidenta dio un giro 180 grados y en una segunda carta aseguró “estar convencida” (aunque sin pruebas) de que a Nisman lo mataron.

Así, en las últimas horas fue creciendo un extendido sentimiento de desconfianza frente a la muerte de Nisman, provocado por tres factores: la Argentina tiene un largo historial de “suicidados” políticos que resultaron no serlo; ninguna hipótesis parece descabellada cuando hay servicios de inteligencia involucrados; y, al fin y al cabo, el fiscal acababa de pedir la indagatoria de la presidenta de la nación.

A partir de allí, los interrogantes se multiplican: ¿Nisman simplemente se angustió una noche y se pegó un tiro? ¿Lo mataron? ¿Lo amenazaron al punto de llevarlo al suicidio? Y si fue así, ¿quién lo amenazó? ¿El gobierno? ¿Un sector de la inteligencia? ¿Cuál? ¿O acaso -como sugiere ahora el gobierno- Stiuso lo usó para vengarse por su desplazamiento y luego lo necesitó muerto?

 

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