Por Patricio Jara Enero 22, 2015

Este 2015 se cumplen 70 años del fin de la Segunda Guerra Mundial. Será un momento incomparable para que los tentáculos de la industrial cultural desplieguen toda su extensión y sentido de oportunidad. Primero, en mayo, a propósito de la rendición de Alemania, y luego en agosto, con el fin de la guerra en el Pacífico tras Hiroshima y Nagasaki. Habrá numeroso material historiográfico que repase lo más relevante de ambas fechas, y lo mismo corre para la ficción narrativa en sus diversas plataformas: mucha vuelta de tuerca a los temas,  personajes y episodios más significativos de la época.

Lo que da el vamos, al menos en Chile, es la llegada de la notable Fury, película de David Ayer, que, como es tradición, viene rebautizada de la peor manera: Corazones de hierro.

Mucho se ha escrito sobre cómo los nuevos nombres que ciertas películas reciben en español matan el espíritu de la historia que cuentan. Sin embargo, en este caso el detalle no se puede obviar, pues si hay un lado hacia donde Fury no apunta es justamente hacia la grandilocuencia de los héroes con corazón de hierro. Muy por el contrario: Fury es la confirmación de que si aún queda alguna forma de contar la Segunda Guerra Mundial, esta es mediante relatos mínimos que apuesten al pequeño fragmento dentro de la Gran Historia.

Fury narra las aventuras de un tanque norteamericano que avanza en solitario por territorio alemán. Es abril de 1945, el Tercer Reich se derrumba y la batalla es pueblo a pueblo, mientras los aliados ocupan sus grandes ciudades. Hasta que de pronto el “Fury”, una máquina que se ha salvado raspando de las palizas que les dan los tanques Panzer, muy superiores en tecnología, se queda en pana en medio de una zona rural. Sus cinco tripulantes deben decidir si escapar o enfrentarse al batallón de alemanes que de pronto aparecerá en el camino. Y allí está la gracia de la película: contar lo que ocurre dentro de un tanque (apenas uno) en una guerra donde había cientos, miles de otros tanques como en el que viajan los personajes, pero cuyo sello y atractivo está marcado por la fatalidad.

Si alguna vez hubo un estándar mínimo para las películas de guerra, impuesto, entre otras, por cintas como Donde las águilas se atreven (1968) con Richard Burton y Clint Eastwood transformados en superhéroes que combatían a los alemanes con asombrosa buena suerte, desde hace un tiempo que las cosas en el género van más en simple: en vez de las demostraciones hercúleas, el foco está puesto en los personajes, a veces, incluso, en un solo personaje, y que ni siquiera está obligado de ser el más importante.

Ahí está Rescatando al soldado Ryan, donde lo más relevante (presupuesto millonario aparte) no es el soldado James Ryan, sino la compañía que debe buscarlo mientras los aliados entran en Francia. En más de un sentido, Fury es parte de esa misma rama de películas. Es una anécdota sencilla en medio del caos y que desafía la norma y la espectacularidad con una pequeña hazaña allí donde no hay espacio para pequeñeces. Esas son las historias a las que debemos poner atención este año: las que nos dicen algo nuevo sobre una guerra que no vivimos y, sin embargo, nos sabemos de memoria.

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