Por Guillermo Schavelzon, agente literario Enero 15, 2015

Todos creemos que hay cosas que nunca nos podrán suceder, hasta que suceden. Recién entonces comprendemos que podíamos haberlo evitado. Lo pensé al leer que en Chile se comenzaba a discutir sobre si el libro debería o no tener un precio fijo, como en algunos países europeos.

Los defensores del libre mercado nunca entenderían -si no se les explica con claridad- una ley que impide vender más barato, porque la ley de precio fijo en realidad es eso: una protección a la libre oferta, poniendo  un freno a los descuentos sobre el precio fijado por el editor.

El primer país que lo estableció fue Francia, cuando apareció la primera gran amenaza a un valor que los franceses defienden desde hace más de dos siglos, la diversidad cultural. Vino de la mano de una gran innovación comercial, el surgimiento de la Fnac, la primera cadena europea de librerías, hoy presente en buena parte del mundo. Presentaba una nueva fórmula, que incluía la lectura dentro del concepto del ocio, por lo que también tenía pisos dedicados a la fotografía, música, agencia de viajes y más. En cuanto abrió tuvo un éxito enorme, la venta de libros tenía como principal promoción un descuento del 20% en todos los libros. 

Lo primero que podríamos no comprender es ¿qué mal se hace a los lectores ofreciéndoles los libros más baratos?  El libro tiene, sobre otros productos, un valor diferencial, lo que pagamos es un objeto de papel, pero lo que adquirimos, lo que queremos leer, es un contenido que viene en ese soporte.

Ante el rápido crecimiento de la Fnac, los editores y los lectores comenzaron a ver cómo las librerías independientes, chicas, medianas e incluso grandes, comenzaban a cerrar: no podían competir con el descuento. Inmediatamente después, editores y lectores notaron que la oferta de la Fnac, era una parte reducidísima de los 100 mil libros al año que se publicaban en el país, y se iba reduciendo a aquellos títulos cuyo éxito de ventas aseguraba una rotación y una facturación que convenía a la rentabilidad de la cadena.

Los criterios de compra de los responsables de la Fnac, impulsados a ofrecer buenos resultados a los accionistas, se fueron centrando en aquellos libros cuyas posibilidades de éxito eran más altas, lo que les permitía hacer pedidos de enorme volumen, exigiendo mucho más descuento a los editores, y no comprar ninguno de aquellos títulos -la mayoría- que en términos culturales, literarios o científicos podían ser importantes, pero no tenían una venta elevada.

Así, cuando los vendedores de las editoriales les ofrecían las novedades, resultó que aquellos títulos que la Fnac no compraba, no se podían publicar. También, al trasladar a la cadena librera unos márgenes mucho mayores que los habituales, el editor se veía obligado a subir el precio de venta del libro y a reducir los derechos al autor, para poder soportar esos descuentos que iban en constante aumento. Cuando la Fnac llegó a representar un tercio de las ventas de libros en Francia, ofreciendo un 20% de descuento, la editorial tuvo que subir el precio de venta de toda la edición, castigando a los otros dos tercios de compradores que pagaban más caro para subvencionar el descuento de la Fnac. Y esto ya tomaba otro color.

La toma de conciencia de este triple fenómeno -el cultural, al ver reducirse la oferta y la diversidad cultural, política, ideológica de la edición francesa; el que dos tercios de los lectores tuvieran que pagar más para que un tercio comprara por menos; y el cierre alarmante de librerías  caracterizadas justamente por tener una amplia oferta de títulos, incluyendo aquellos que se vendían menos-, llevó a un gobierno preocupado por el nivel de la educación, a formar una comisión para estudiar la solución, presidida por Jack Lang, ministro de Cultura del gobierno de François Mitterrand. En su informe se basó el Parlamento para sancionar la que se conoce como “ley Lang”, que entre muchas otras cosas impuso el precio fijo obligatorio, estableciendo un descuento máximo al público del 5% (el que hoy ofrece la Fnac en Francia, España y muchos otros países), y reglamentando la oferta y saldo de libros hasta después de su descatalogación por la editorial.

Esta legislación salvó al modelo francés -compuesto por  miles de editoriales independientes, la mayoría regionales-, a la diversidad de oferta y a unas seis mil librerías que se mantienen activas.

Si miramos otros modelos, como el del Reino Unido, paradigma de la no regulación, vemos el tremendo empobrecimiento de la oferta editorial (Alberto Manguel hace un par de años dijo que hoy Inglaterra es un país en el que ya casi no se traducen libros), y que en diez años cerró el 70% de las librerías. Quedaron tres grandes cadenas que al competir entre sí sólo por precios, se están hundiendo unas a otras.

Lo que la Fnac representó en los años 60, lo es Amazon en la actualidad. En los países donde no existe el precio fijo, Amazon ofrece descuentos de hasta el 50%. A veces vende con este descuento libros que ha comprado con menos descuento, y como ha declarado el fundador de Amazon, tiene músculo financiero para perder dinero los años que sea necesario, hasta quedar como único vendedor minorista (de libros y de todo lo demás).

Es verdad, como he leído en unas declaraciones recientes, que Chile es un mercado pequeño y no hay amenaza de Amazon a la vista. Pero protegerse es de gente inteligente, y hacerlo cuando no hay una amenaza a la vista, permite hacerlo mucho mejor. Es decir: prevenir es mejor que curar.

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