Por Francisco Sagredo Enero 15, 2015

Son las 19:45 de un domingo de enero en Río de Janeiro y en Ipanema el sol se esconde tras uno de los morros, una postal que provoca aplausos en la playa.

A esa misma hora en la zona de Barra de Tijuca, al norte de la ciudad, el alcalde Eduardo Paes no escucha precisamente aplausos en su inspección de los trabajos en el futuro parque olímpico. Todo lo contrario, el edil debe enfrentar los cuestionamientos ante los atrasos en las obras para los Juegos Olímpicos de Río 2016. En Brasil, cuando aún no se apagan las críticas que provocó la organización del Mundial de Fútbol, los JJ.OO. ya empiezan a provocar dolores de cabeza a Dilma Rouseff y la alcaldía carioca.

En un hecho inédito en la historia de los eventos deportivos, un país asumió como sede de una Copa del Mundo y unas Olimpíadas en línea. En 24 meses, Brasil albergó la máxima cita futbolística y organizará la máxima cita polideportiva.

Se trata de un desafío gigante, sobre todo en momentos que Rouseff inicia su segundo mandato en medio del escándalo de corrupción en Petrobras y con un complicado momento macroeconómico.

Recién comienza el año y los diversos semanarios de actualidad brasileños anuncian en sus portadas los desafíos para el 2015. En todos, el complejo escenario que enfrentan las obras de mejoras viales y de la nueva infraestructura deportiva de la ciudad se asumen como urgentes.

Hoy Río de Janeiro, a pesar de las garantías que entrega su alcalde, presenta evidentes retrasos en la construcción de los once nuevos complejos polideportivos. La situación más preocupante se vive en Deodoro, principal complejo olímpico, que albergará doce disciplinas. Ahí el propio Paes ha reconocido que recién en marzo o abril del 2016 finalizarán los trabajos, es decir, a tres meses del comienzo de las competencias.

En lo referente a las obras para mejorar la infraestructura de la ciudad, a enero del 2015, según las cifras entregadas por el Comité Olímpico Internacional, sólo han comenzado los trabajos en el 46% de los 52 proyectos comprometidos.

Otro ítem que ha levantado críticas es la crisis ambiental que se vive en la bahía de Guanabara, lugar de las competencias de vela. 

En agosto último, durante un test organizado por la federación internacional, el campeón olímpico australiano Natham Outteridge denunció que en la carrera había visto flotando en el agua no sólo basura, sino también perros y ratas muertas, chatarra y elementos químicos.

Los organizadores locales han reconocido el problema, comprometiéndose a licitar un moderno programa de descontaminación, a través de la contratación de siete “ecobarcos” de última tecnología.

Complica también el panorama de las protestas, tal como ocurrió antes del Mundial, debido al millonario aumento que ha experimentado el presupuesto de inversión que significarán los juegos. Cuando el COI designó a Río como sede del 2016, las autoridades locales aprobaron un gasto de US$ 13.000 millones. Hoy, ante los problemas en las obras, la alcaldía ya reconoció que la inversión olímpica no bajará de los US$ 16.000 millones.

Julio de 2016 aún parece lejano. Todavía restan 17 meses para el inicio de los juegos, pero Rouseff y Paes lo saben muy bien: si en 2015 no aceleran los trabajos, el fantasma de los problemas vividos durante el Mundial podría reaparecer.

Si aquello ocurre serán precisamente el alcalde y la presidenta quienes pagarán los principales costos políticos. Ese atardecer difícilmente sacaría aplausos.

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