Por Daniel Matamala Enero 15, 2015

El intelectual de moda pasó por Chile en una semana agitada. Thomas Piketty, best seller con un mamotreto sobre economía de 700 páginas, aterrizó en Santiago mientras los medios develan, hora a hora, nuevos antecedentes sobre el caso Penta. ¿Qué tiene que ver un economista que estudia la desigualdad con un escándalo de financiamiento irregular de la política? A primera vista, nada. En el fondo, todo.

Es que la desigualdad no es sólo un problema social o económico. Es también un asunto político. 

Idealmente, la democracia supone que todos los ciudadanos tengan igual  capacidad para influenciar las decisiones de la autoridad. Pero cuando la riqueza se concentra en pocas manos, éstas adquieren una capacidad desproporcionada de actuar en defensa de sus propios intereses. Si además se les permite usar esos recursos libremente para influenciar campañas electorales, el problema es evidente.

Y esa es precisamente la situación de Chile. Somos una de las democracias más desiguales del mundo, con una gran concentración de la riqueza en un puñado de grupos empresariales, y además con leyes de financiamiento electoral permisivas, opacas y cuyo cumplimiento no se fiscaliza ni se sanciona. La receta perfecta para el desastre.

Las consecuencias las advertía ya en 1938 el político británico Josiah Wedgwood, quien hablaba de las “plutodemocracias”, mezcla entre el principio democrático en que todos valemos lo mismo (una persona, un voto), y el plutocrático, en que cada uno pesa de acuerdo a su billetera.

Aún antes, en los albores del siglo pasado, el legendario periodista estadounidense William Allen White definía al Senado de su país como un club en que sus miembros representaban, antes que a una comunidad de votantes o un partido político, a “poderes de los negocios”. “Un senador representa al Union Pacific Railway System, otro a los intereses de las compañías de seguros de Nueva York”, decía.

¿Suena familiar? Las revelaciones sobre “cupones de combustible”, mails sobre legislación entre financistas y diputados, y almuerzos de $ 20 millones entre un candidato y los jerarcas de un grupo económico son síntomas de la misma enfermedad.

“Es una de las más grandes amenazas a la democracia”, fue la tajante respuesta de Piketty cuando le pregunté por la relación entre política y gran capital, en una entrevista para CNN. “Puede influenciar la forma en que los políticos actúan, cómo reaccionan a incentivos. Lleva a que las instituciones políticas tengan intereses diferentes a los de estos grupos”.

La desigualdad es una realidad difícil de cambiar en el corto plazo. Pero mejores leyes pueden ayudar. “Es importante que Chile tome estas oportunidades para reformar sus leyes de financiamiento político”, dijo Piketty sobre el caso Penta (del que, por lo demás, estaba bastante informado). “Si queremos un proceso político justo, no podemos dejárselo al mercado o a la negociación de votos e influencias”.

Penta es el síntoma. Pero la presencia de los grandes grupos económicos en la política chilena es una realidad indesmentible, aunque la ley de financiamiento electoral intente encubrirla. Un dato al respecto: sólo recopilando información incompleta y parcial, puedo asegurar que al menos 15 de los 17 principales grupos económicos del país (listados según el ranking UDD), entregan aportes a campañas políticas. Estos grupos incluyen bancos, isapres, AFPs, seguros, minería y otras áreas con intereses relevantes en la legislación y la regulación estatal.

Ese es el contexto en el cual se desarrolla el caso Penta, con su mezcla tóxica de dinero e influencias, una perspectiva que no hay que perder de vista, más allá del vertiginoso desarrollo de los acontecimientos.

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