Por Edmundo Paz Soldán Enero 15, 2015

El pasado martes una avioneta sobrevoló la ciudad de Nueva York llevando un mensaje que le pedía la renuncia al alcalde Bill de Blasio e insinuaba que el alcalde fumaba marihuana. “Amamos a la policía de Nueva York”, concluía. Era la quinta vez en tres semanas que aparecía un mensaje así; el grupo responsable de tres de ellos, incluido el último, se llama Policías Jubilados de Nueva York en defensa de una ciudad más segura. El nuevo mensaje indica que estaban equivocados los optimistas que creían que la disputa entre el alcalde y la policía terminaría pronto.

Los principales hechos que llevaron a la pelea están claros: a principios de diciembre un gran jurado declinó imputar a un policía por la muerte del afroamericano Eric Garner; poco después el alcalde dijo en una entrevista que le preocupaba lo que le podría pasar a su hijo Dante -que es birracial- si era arrestado. No sólo eso; también pidió a los altos mandos de la policía que permitieran las protestas de la gente molesta ante la decisión del gran jurado. La muerte de dos policías poco después a manos de un enfermo mental fue vista por la policía como un efecto indirecto de la actitud permisiva de De Blasio. Poco después, el líder del sindicato de la policía de Nueva York acusaba directamente a De Blasio de tener “sangre en sus manos”, y sugería que los policías le dieran la espalda al alcalde durante los funerales, algo que muchos hicieron. La ruptura es evidente desde entonces.

El problema principal se debe a que la policía veía a De Blasio con desconfianza desde el principio de la crisis; su actitud permisiva y crítica con el tema Garner no fue entendida como una tolerable excepción a la regla sino como la confirmación de la sospecha de que él no era uno de los suyos. En un departamento intolerante con sus críticos y acostumbrado a ver las cosas a través de una mentalidad binaria del “nosotros contra ellos”, esto es fundamental. De Blasio, después de todo, es un político liberal que llegó al cargo con una plataforma que prometía, entre otras cosas, la reforma de la policía, sobre todo en su actitud discriminatoria hacia las minorías (el alcalde apoyó, y los jueces le dieron la razón, la eliminación de la táctica stop-and-frisk, de registro corporal). A eso se añade negativamente su alianza con el político demócrata Al Sharpton, un notorio crítico de la policía.

De Blasio pensó que al nombrar a Bill Bratton como comisionado de la policía -muy querido por su paso como comisionado a mediados de los 90-y al aumentar el presupuesto anual de la institución en 350 millones de dólares, había mostrado claramente su apoyo. También creyó que un departamento en el que desde el 2012 más del 50% de la fuerza proviene de las minorías sería sensible a su política liberal. No calculó que la policía es esencialmente un grupo conservador, y que incluso sus minorías son más leales al uniforme que a cualquier institución exterior, así sea ésta el mismo alcalde. 

Es cierto que son tiempos amables para la ciudad: el promedio de crímenes ha descendido continuamente en los últimos 15 años. De eso pueden enorgullecerse los alcaldes que ha tenido Nueva York en este período -desde Giuliani en adelante-, y la misma policía, que se ha curado de sus peores excesos. Falta saber ahora cómo impactará en la ciudad esta relación rota. Por lo pronto, en las últimas semanas ha habido menos arrestos porque la policía intencionalmente está trabajando menos. Es otra forma de protesta, presentarse al trabajo pero dedicarse a ser observadores pasivos en vez de patrullar activamente. Muchos lo agradecen, pero quizás no sea la mejor política a largo plazo. Alguien debería ceder, pero puede que sea tarde ya. Como dice un policía, “podemos intentarlo, pero no hay amor en este matrimonio, y eso no va a cambiar”.

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