Por Pablo Marín Enero 15, 2015

Philippe Claudel había llegado a Santiago la mañana del lunes 5, invitado por el programa La Ciudad y las Palabras. Y si bien lamentaba el extravío de su equipaje en la conexión en Brasil, nada le impidió descansar y estar de buena disposición y mejor semblante para atender a la prensa a partir del día siguiente. Eso sí, los sangrientos sucesos de Charlie Hebdo calaron en el autor de La nieta del señor Linh. Como si pudiera ser de otra forma.

A las 10 am del jueves, el día de su conferencia pública, se apersonó ante una veintena de invitados -estudiantes, gente del mundo editorial y las letras- en un salón de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Estudios Urbanos de la UC. El decano de Arquitectura, Fernando Pérez, estuvo a cargo de la presentación y expresó su pesar y solidaridad con el pueblo francés a través de Claudel. En retribución, éste tocó el tema. “De alguna forma, era algo esperado”,  dijo en consonancia con lo que ya el martes había dicho, en el sentido de que Francia era muy dada a mirar atrás, a darle mil vueltas en 2014 a la I Guerra Mundial, mientras le hacía el quite a cuestiones presentes, como la amenaza terrorista. Y agregó: “la situación en Europa y Medio Oriente se ha tensionado cada vez más y en países como Francia hay jóvenes desorientados, perdidos, que han creído encontrar en el combate yihadista una misión que cumplir”.

¿Cómo se plantea, así las cosas, el problema de la libertad de expresión en relación con la libertad religiosa? ¿Podremos respetar al que no nos respeta?

Luego, pasando a aquello a lo que venía, partió por la relación que ve entre literatura y cine: una, milenaria, madura, autónoma; el otro, joven y frágil. De ahí la dependencia del segundo respecto de la primera, que por lo pronto se constata en la enorme proporción de estrenos fílmicos que adaptan obras literarias, así como en lo “reductor” que resulta pasar siempre por lo escrito cuando se quiere poner algo en escena. De ahí que el cine no pueda aún, dice Claudel, pararse sobre sus propios pies. Que sea, finalmente, un “arte bajo tutela”, sin perjuicio de que exista en su propio país, “casi desde siempre”, una tradición de escritores-cineastas: de Marcel Pagnol a Alain Robbe-Grillet, de Jean Cocteau a Marguerite Duras (eso sí, Claudel prefiere por lejos a la Duras escritora).  

Hubo más temas, como la masividad del cine versus el elitismo de las letras. También, el rol de los intelectuales, ítem que dio pie a un pelambre al filósofo Bernard-Henri Lévy, “un millionariucho que se cree Camus o Sartre”, y que “llamó al ex presidente Sarkozy para que invadiera Libia”. Este último fue un tema en que el novelista se explayó a partir de una pregunta de su colega Carla Guelfenbein respecto del viejo tema del compromiso político y de sus mutaciones. Si las grandes ideologías se repartieron el mundo y en particular Europa durante el siglo XX, los intelectuales sintieron un deseo y una obligación de compromiso, que dio a veces “resultados bastante cómicos”, como el caso de Picasso millonario-comunista. O bien el apoyo a “regímenes insostenibles”. Ahí, citó un poema de Paul Éluard en homenaje a Stalin. Alguien, en la mesa, le contó que Neruda había hecho lo propio. Nunca se termina de aprender.

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