Por Andrea Slachevsky, neuróloga Enero 8, 2015

Cuando se habla de discriminación, una buena parte del debate gira en torno al uso de un lenguaje “políticamente correcto”, en el que hay palabras aceptadas y otras vetadas para referirse a ciertos temas. Por ejemplo, no se dice “discapacitados” sino “personas con capacidades diferentes”. En vez de “ciegos”, se dice “no videntes” y en vez de “viejos”, “adultos mayores”. Los defensores de este tipo de lenguaje afirman que suprimir las palabras con connotaciones negativas tiene un importante efecto en disminuir los prejuicios y la discriminación. Pero las neurociencias sugieren que nuestra propensión a los prejuicios no se elimina con una mera modificación del vocabulario.

Se entiende usualmente el prejuicio como una idea preconcebida respecto de una persona, basada en su pertenencia a grupos étnicos, políticos, sexuales, religiosos, etc. La propensión al prejuicio es universal, influye de manera inconsciente en nuestro comportamiento y se asocia a emociones como el odio y el disgusto.

Una revisión reciente de la literatura muestra que existe escasa evidencia sobre qué hacer para disminuir el prejuicio. Interactuar y cooperar con personas de diversos grupos tendría cierta eficacia, pero no así el uso de un lenguaje “correcto”. Por un lado, su uso no ayuda a enfrentar realmente los prejuicios. El investigador Ben O’Neill, en el artículo “A Critique of Politically Correct Language”, publicado en The Independent Review, describe cómo procede ese tipo de lenguaje, reemplazando periódicamente palabras que adquieren connotaciones peyorativas por nuevos eufemismos neutros. Así, los términos “idiota” o “retrasado mental”, que eran inicialmente términos médicos, dejaron de usarse por la connotación negativa que adquirieron. Pero la discriminación persiste, así que las nuevas palabras terminan adquiriendo la misma carga negativa y son a su vez reemplazadas por nuevos eufemismos neutros, creándose así lo que el lingüista Steven Pinker llamó la “rueda del eufemismo”. Ya en 1928, W. E. B. Du Bois, activista estado-  unidense por los derechos de los negros, nos pedía no cometer “el error tan común de confundir  las cosas por las palabras [...]. Si los hombres desprecian a los negros, no van a despreciarlos menos si se llaman ‘de color’ o ‘afroamericanos’. No es el nombre: ¡es la cosa lo que cuenta!”.

Por otro lado, como sugiere el periodista Nick Cohen en The Spectator, si para des-estigmatizar enfermedades como el alzheimer, la esquizofrenia o el cáncer, usamos un lenguaje neutro que minimiza las dificultades y el dolor que causan, corremos el riesgo de limitar los recursos para atender y cuidar a las personas con enfermedades crónicas, graves o invalidantes. El historiador Tony Judt, poco antes de morir de esclerosis lateral amiotrófica, nos decía que el lenguaje políticamente correcto “describe a todos como teniendo las mismas oportunidades, cuando en realidad algunas personas tienen más oportunidades que otras. Y con este lenguaje engañoso de la igualdad se permite que la desigualdad profunda ocurra mucho más fácilmente”.

Por último, el uso de eufemismos puede ser una manera de hacer invisible al otro, de negarle su individualidad, que es quizás una de las maneras más dolorosas de escapar de la discriminación.

Aún no sabemos qué medidas permiten minimizar el efecto de los prejuicios, pero sí podemos aprender a enfrentarlos y controlarlos conscientemente, a respetar a quienes son diferentes, a no avergonzarnos por nuestras discapacidades físicas o mentales o por ser, simplemente, viejos. Pretender solucionar el problema con el uso de eufemismos parece tan inútil como la solución de Don Otto al encontrar a su señora con un amante en el sofá de la sala de estar: vender el sofá.

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