Por Santiago Rosero Enero 8, 2015

Lugar donde se conservan y se exhiben objetos artísticos. Símbolo hegemónico que mantiene abierta la brecha entre la llamada alta cultura y la cultura popular. Entre la literalidad y la crítica se suele perder de vista la dimensión emocional de los museos. Habría, entonces, que ser más sentimentales: el museo puede ser también el contenedor de las pasiones más urgentes.

El veterano documentalista  estadounidense Frederick Wiseman penetra en la National Gallery, el principal museo de pintura de Londres, no sólo para develarlo en su funcionamiento, sino para absorber su pulso vital. En National Gallery (2014), la infraestructura, las colecciones, el personal administrativo y el público son abordados para trazar un retrato humanizado de una entidad que pareciera tener el alma adusta.

El edificio es presentado en planos fijos con su ubicación imponente al costado norte de Trafalgar Square. Se realza su presencia solemne pero también se lo muestra expuesto a la transgresión, al sacrilegio, cuando un comando de Greenpeace interviene su fachada con un telón que lleva un mensaje ambientalista; o cuando, ante la expectativa por la apertura de una exposición de Leonardo da Vinci, el público se toma el exterior arrumado en sacos de dormir y tiendas de campaña. Puertas adentro, el personal administrativo debate sobre la necesidad de involucrar al museo en campañas benéficas para alivianarle su representación elitista. El documentalista estadounidense demuestra que en la noción de poder inherente a las instituciones reside una ineluctable naturaleza dialéctica.

La colección permanente de la National Gallery consta de más de 2.300 obras de entre mediados del siglo XII e inicios del XX. Los guías de museo que ahí trabajan son verdaderos maestros de conferencias. Cuadros de Rembrandt, Rubens, Titien, Turner, da Vinci son explicados por curadores, artistas contemporáneos, restauradores, historiadores del arte. Su trabajo no se limita a traducir con destreza los símbolos inmersos en las imágenes, sino a ofrecerle al público reflexiones casi radicales que interpelan las certezas: “El arte no es en sí la fotografía, la pintura o la música”, dice una experta. “La belleza del arte está en que contiene todo”. Otra especialista agrega: “Los cuadros cambian, se expresan de distinta forma con el paso del tiempo”, y eso sirve como una síntesis del carácter casi biológico con el que nos es presentado el museo, y como una vía para apreciar el rol de los expertos en restauración, que con pericia de arqueólogos penetran en la genealogía gastada de los cuadros para, periódicamente, devolverlos a la vida.

Wiseman se interesa por la forma en que circulan las ideas, por la manera en que una institución pública las pone al servicio de la sociedad: es decir, el público que con frecuencia rompe las expectativas de asistencia a las exposiciones, mantiene un papel más bien contemplativo, asimilador. El director pone la cámara muy cerca de los rostros absortos, como para que seamos testigos del momento en que entre el arte y la gente se hace la comunión.

Las obras de los maestros -cuadros en sí- se vuelven también cuadros -frames- del documental. Sus encuadres, los testimonios que recoge en estilo directo -no entrevistas preparadas- y el montaje con el que resuelve las 160 horas de filmación logradas durante tres meses del año 2012, constituyen una forma de traducción. Con Wiseman de por medio, el arte pictórico de la galería trasciende la relación con su público habitual y se ofrece desentrañado a los espectadores en la sala de cine.

Habría entonces que ser no sólo más sentimentales, sino también voluntariamente ilusos: mientras el mundo nos enseña a diario que no hay otro destino que la desesperanza, quedan espacios para la evasión. Tal como lo transmite Weisman, el arte, aun dentro de un museo, bien puede significar una forma de la utopía.

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