Por Sebastián Cerda, economista Diciembre 23, 2014

De manera paradojal, muchos de los grandes combates en políticas públicas ocurren en pequeños campos de batalla, y eso es exactamente lo que hoy sucede en la disputa entre pro mercado y pro regulación. Dicho conflicto, pilar fundamental en la orientación del debate público, no se estaría desarrollando a nivel de las grandes industrias, ni la banca o el mercado de valores, sino que en un minúsculo sector de la economía global: el mercado de los taxis.

Una característica habitual del mercado de transporte privado de pasajeros en las grandes ciudades del mundo, incluido Santiago, es su extrema regulación.

Normalmente, los gobiernos locales restringen el número de taxis autorizados, a través de permisos otorgados a dueños de vehículos y conductores que prestan el servicio a gran parte de la población, lo que tradicionalmente genera ciertas rentas monopólicas para los dueños de estos permisos. El alto costo de tales rentas recae sobre una gran masa dispersa de consumidores de taxis y, lamentablemente, los menores beneficios van a un grupo reducido de dueños de estos vehículos, creando así una importante pérdida social que, en general, no genera gran conflicto porque los perjudicados no ven gran incentivo a asociarse y protestar. No obstante, estos beneficios de unos pocos, asociados a una injusta regulación, parecen estar hoy bajo amenaza, pero no por grupos de interés o coaliciones políticas en búsqueda de una mayor justicia social, sino que por una simple aplicación de telefonía móvil.

Uber es una plataforma virtual que busca conectar a una amplia red de conductores profesionales, pero sin permisos, con consumidores que valoran una mayor oferta de transporte urbano a precios más abordables. Otras funciones asociadas como UberX, en los EE.UU., o UberPOP en Europa, permiten a cualquier dueño privado de vehículo ofrecer el servicio informal de taxi y, en la práctica, derribar las barreras a la competencia de una oferta artificialmente restringida por la autoridad. Por supuesto, como era de esperar, el servicio de Uber se encuentra hoy bajo fuerte ataque de los taxistas autorizados, que buscan mantener el monopolio legal de sus servicios.

La guerra global por Uber ha sido despiadada, con casos de prohibición nacional a su funcionamiento (Alemania y Francia, entre otros) y encarnizadas luchas para revertir dichas restricciones en las altas cortes de justicia. Lamentablemente, para los que creemos en el poder del mercado como pilar fundamental del desarrollo de las naciones y la excesiva regulación un freno a dicho desarrollo, el futuro de Uber parece hoy particularmente sombrío. El rapto y violación de una pasajera de Uber en Delhi ha creado una oportunidad única para aquellos que buscan acabar con este servicio. A pesar de la nula evidencia de que un servicio como Uber vaya a generar mayor criminalidad en relación a un sistema de oferta de taxis completamente regulado, el estado actual del debate en Europa ha logrado injustamente asociar a Uber con criminales, al menos bajo el prisma de una mayoría de la opinión pública.

Mi impresión es que la salvación de Uber no depende de los robustos argumentos económicos que subyacen a su mera existencia como fuente de innovación y productividad para consumidores ávidos de un mejor sistema de transporte. Por el contrario, si Uber sobrevive al feroz ataque en su contra, esto será por una casualidad del destino en la que los políticos y gobernantes del mundo se sientan parte de la masa de consumidores favorecidos por sus servicios. Afortunadamente, Uber es hoy el sistema de transporte favorito en Washington de congresistas y miembros de sus staff y, por lo tanto, difícilmente el Congreso de los EE.UU. cooperará en restringir y regular artificialmente un servicio que favorece a sus miembros. Es una nueva paradoja pública.

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