Por Daniel Mansuy, director ejecutivo IES Diciembre 18, 2014

¿Puede comprenderse el cristianismo desde fuera? Es, de algún modo, la pregunta que circunda las más de 600 páginas de la última novela de Emmanuel Carrère, El Reino (Le Royaume). Dije novela pero me corrijo: en estricto rigor, hace mucho tiempo que Carrère explora nuevas formas de narración, como tratando de inventar su propio género.

El Reino superpone dos historias. La primera es el relato de la etapa creyente del autor, que fue cristiano durante unos tres años. En un período sombrío de su vida, se acercó a su madrina, que le  presentó la religión católica. Carrère se convirtió, se casó por la Iglesia, bautizó a sus hijos y estudió la historia del catolicismo. El Reino es una especie de diálogo entre el narrador de hoy y el de ayer, un esfuerzo por comprender la creencia pasada sondeando los misterios de la fe. El Carrère agnóstico (sus pocas certezas no le alcanzan para el ateísmo) interroga al Carrère creyente, buscando comprenderlo: “No creo que Jesús haya resucitado”, dice, pero “que alguien pueda creerlo, y haberlo creído yo mismo, me fascina, me complica, me perturba”.

La segunda historia relata, de un modo muy sui generis, los primeros años del cristianismo. El libro va siguiendo las prédicas de Pablo y de Lucas, intentando reconstruir -por medio de una indagación erudita- el modo en que se fueron configurando las primeras comunidades cristianas. Naturalmente, hay que enfrentar un texto de este tipo con más de una prevención. Por un lado, Carrère suele usar un tono provocador que podría escandalizar a más de alguno. Sus reflexiones sobre la pornografía, por ejemplo, no son para almas sensibles. Por otro lado, el autor no es teólogo, ni pretende serlo; y aunque la documentación es seria, no es una investigación académica. Y es precisamente aquí donde cuesta tanto definir lo que hace Carrère, que indigna tanto como seduce. Cuenta una ficción que se resiste constantemente a ser sólo eso; es una ficción que va asumiendo realidad por la constante mediación del narrador.

Me parece que los cinco últimos libros de Carrère (El adversario, Una novela rusa, Vidas ajenas, Limonov y El Reino) deben ser leídos desde esta perspectiva: las historias que cuenta son poco más que una excusa para desplegar su propio yo. Es un yo que se toma con distancia y con humor -de otro modo sería insoportable-, pero el tema de sus libros no es otro que él mismo. Por eso, creo, sería un error criticar El Reino por sus analogías desafortunadas, por sus imprecisiones teológicas, por sus facilismos históricos o por la mayor o menor simpatía que siente por tal o cual. El autor, por ejemplo, se aterra ante la figura de Pablo y se identifica con Lucas. Este último -en la parte más perturbadora del libro- es tratado como un novelista de imaginación desbordante. Sin embargo, al final, todo eso da un poco lo mismo si recordamos que Carrère se está contando a sí mismo, está contando sus propios conflictos con la fe, está contando lo que un escritor francés del siglo XXI puede ver en los textos de Lucas. Y esa historia está narrada con un talento, una elegancia y un cariño que hacen difícil no dejarse llevar. Hay algo de Montaigne en Carrère: su pretensión tiene un lado humilde (sólo muestro mi pequeño yo), pero bajo ella se esconde un ego de dimensiones descomunales. El gesto es tan audaz como difícil de percibir.

¿Puede comprenderse el cristianismo desde fuera? Es difícil para un creyente responder afirmativamente, pero El Reino es testimonio de que el esfuerzo es cualquier cosa menos vano.

Relacionados