Por Patricio Jara Diciembre 18, 2014

Los textos de John Gray son el resultado de esa clase de investigaciones que no temen zambullirse en los resquicios menos iluminados de los grandes hechos históricos. Su tarea es ahondar en las razones, voluntades, arrebatos y actos fallidos de quienes estuvieron detrás. En simple, el inglés profundiza en aquello que por tiempo, espacio, ideología o simple ceguera ha quedado fuera del relato escrito con letras de molde. John Gray no deduce, induce, penetra, escarba. De allí que al terminar sus libros la sensación habitual sea admitir que sabemos muy poco de todo, a la vez que constatar que el cliché del iceberg y sus partes sumergidas siempre son más y, en ocasiones, también más interesantes.

Lo último de Gray traducido al español es reciente y se titula La comisión para la inmortalización. La ciencia y la extraña cruzada para burlar a la muerte. Se trata de un conjunto de ensayos cuyo tema es el límite del discurso y la práctica científicos, a partir del último cuarto del siglo XIX, enfrentados a lo que comúnmente podría denominarse magia o esoterismo. ¿Hasta dónde llegaron las convicciones de los integrantes de las circunspectas sociedades victorianas cuando se trataba de hablar de la muerte? ¿Por qué los bolcheviques pensaron que era posible alcanzar la vida eterna desde la ciencia? ¿De qué manera se articulaban estas obsesiones respaldadas por grandes redes de poder?

“Una vieja leyenda hace creer que la ciencia empezó con el rechazo de la superstición. En realidad fue el rechazo del racionalismo lo que dio lugar a la investigación científica”, escribe Gray en la nota preliminar. “La ciencia y lo oculto han interactuado en muchos puntos. Llegaron juntos en dos revueltas contra la muerte, afirmando cada una de ellas que la ciencia podía dar a la humanidad lo que la religión y la magia habían prometido: la vida inmortal”.

Dentro de los numerosos casos rescatados, destaca la extravagante historia de Leonid Krasin, el científico que en 1924 tuvo por misión congelar el cadáver de Lenin en espera de que en el futuro existiera la manera de regresarlo a la vida. Así, mientras las comisiones políticas discutían las características que debía tener el mausoleo que albergara el cuerpo, Krasin se empeñó en probar toda clase de métodos de refrigeración para la recámara mortuoria (incluido, a regañadientes, un freezer alemán).

Pero las cosas no iban bien: el cuerpo de don Vladimir Ilich Ulyanov se deterioraba irremediablemente, y lo que parecía una carrera contra el tiempo se extendió por décadas sin que Krasin perdiera la esperanza de que otros hombres fueran capaces de lograr lo que él y los llamados “constructores de Dios” de la URSS no podían. Tanto así que en 1941, mientras los tanques alemanes se aproximaban a Moscú, el cuerpo de Lenin fue evacuado antes que cualquier persona viva. Y en 1973, cuando el Partido renovó los documentos de sus militantes, el primer carnet fue para él. Un detalle menor si se considera que durante décadas, sagradamente cada año y medio, un sastre de la KGB le confeccionaba un nuevo traje a la medida, o bien que tras la caída del régimen, los nuevos gobiernos rusos no  pudieron con las protestas de los rojos más duros cada vez que quisieron cerrar el mausoleo o enterrar el cuerpo de una buena vez. Como bien dice Gray, Lenin vivió mucho más que el sistema que creó y eso, para Krasin, donde quiera que esté su alma, es una victoria que se ha extendido, hasta ahora, por noventa años.

Relacionados