Por Soledad Marambio, desde Nueva York Diciembre 4, 2014

Lina Meruane acaba de publicar su ensayo Contra los hijos, en la mexicana Tumbona Ediciones. Lina, quien decidió no tener hijos hace tiempo ya, no tiene nada contra ellos. Su alegato es contra la maternidad impuesta y autoimpuesta como peso, como un trabajo más que se junta con los otros que una mujer pueda tener. Si la maternidad se ha convertido en otro trabajo full time es por esa esquizofrenia social que exige que las mujeres además de trabajadoras impecables sean también madres de ensueño en clave contemporánea. Meruane pone como ejemplo a la madre ecológica, esclava de los pañales de tela y de la pechuga, y a la súper madre, profesional exitosa y mamá ejemplar. Entre estas dos me imagino varias subespecies que ahora no puedo nombrar porque tengo mucho sueño (mi hija despertó un par de veces anoche), pero logro ver cómo hay un gran número de “mujeres madre” que hemos hecho propia la esquizofrenia maternal de la que habla Meruane, estamos liberadas y reprimidas a la vez. Nos cuesta separarnos de los hijos, queremos tener la casa en orden, producir sueldos, depilarnos de vez en cuando, y hacer el trabajo creativo, que inevitablemente va quedando para el minuto antes de dormir. Desde otro lado, también se queja sobre esto la poeta estadounidense Rachel Zucker. En su recién publicado The Pedestrians los versos cuentan, y se encabalgan rápido, los días de ir a dejar a la guagua, al hijo, al otro hijo, e irse al trabajo y pensar en un poema y no escribirlo y sentirse culpable por no estar con los niños o por no vivir en una ciudad más tranquila o por haber tenido tanto crío.

Demasiados hijos, pensé cuando leí sobre los tres vástagos de Zucker. Y ahora S, mi S, quiere otro. Y yo que en un minuto me había subido al caballo de la maternidad había dicho, sí, seguro, pero ahora no sé. Tal vez no me da, le dije. Tal vez, insistí, no estaba preparada para ser madre y por eso me cuesta tanto no preocuparme, no sentirme culpable por que otros cuiden a mi hija mientras hago lo mío o por no hacer mis cosas cuando estoy con ella. Pero después escuché a una amiga bailarina que antes quería dos y ahora cerró la cuenta en el hijo único porque no da más de agotamiento, y a mi amiga sicóloga que mira con pánico al marido que quiere otro y ella ya está bien con uno y de vuelta a sus cosas. O a la historiadora que me contó de su segundo embarazo con desazón: un accidente que la sacó del feliz mundo del hijo solo, que parece estarse haciendo cada vez más común.

Leo a Zucker y leo a Meruane y me doy cuenta de que yo, como muchas otras mujeres, he caído en mi propia trampa, porque claro, hay presión social, pero de alguna manera yo la incorporé, la hice mía y no me la logro sacar de encima. No sé bien cómo. Conozco “mujeres madre” que parecen balancear todo, pero yo me cuento entre las que perdemos el equilibrio. Y no se trata sólo de dejar un libro en el cajón,  sino de las culpas, las aprehensiones. Por eso tal vez lo de tener hijos únicos es cada vez más tentador para las mujeres que queremos ser madres y profesionales y creadoras, pero que de tan exigidas y autoexigidas perdemos la calma. Con uno es suficiente, por lo menos hasta que aprendamos a relajarnos, a comprar más pizza, a dejarlos salir a jugar solos a la calle. Tal vez entonces querramos otro. O no.

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