Por Sebastián Cerda, economista Noviembre 27, 2014

Da la impresión que la discusión de las políticas públicas, particularmente en el proceso legislativo, sufre hoy de problemas de credibilidad como consecuencia de una inherente tensión entre la aprobación de reformas y los argumentos técnicos que las subyacen. Un pequeño ejercicio intelectual puede servir para clarificar este punto. ¿Qué sucedería si cada una de las partes interesadas en el debate público se sintiera con el derecho legítimo a manipular en algo la información real, para lograr y fortalecer el apoyo popular a su propuesta política? Cada lado del debate podría entonces interpretar la información para su conclusión deseada. El efecto, nefasto en mi opinión, podría ser que se termine legislando y aprobando reformas en base a evidencia sesgada.

Un ejemplo perfecto de esta tensión entre lo político y lo técnico son las polémicas declaraciones públicas de Jonathan Gruber, profesor de economía de MIT y arquitecto de la reforma de salud en los EE.UU. En sus palabras, la aprobación de dicha ley fue posible sólo gracias a la “estupidez” del votante americano, que no fue capaz de entender la redacción de la ley como lo que realmente era: un nuevo impuesto a los planes más caros de cargo de las aseguradoras de salud, el equivalente estadounidense de nuestras isapres.

En defensa de Gruber, este nuevo gravamen es una forma indirecta de eliminar perversos e históricos incentivos que han generado los subsidios estatales a la provisión de salud por parte de los empleadores, en lugar de la mayor eficiencia económica de los seguros individuales de salud. Obama y sus asesores -incluyendo Gruber- se dieron cuenta de que sería políticamente impopular imponer este nuevo impuesto directamente a los consumidores, pero políticamente aceptable imponerlo a las compañías de seguros de salud, que lógicamente traspasarían dicho mayor costo a sus clientes.

Allí es donde radica la falta de atención o, en la desafortunada elección de palabras de Gruber, la “estupidez  del votante” estadounidense, quien no percibió esto último al dar su apoyo en las encuestas a esta reforma. En otras palabras, el nuevo impuesto tiene el potencial de hacer algo bueno por corregir distorsiones, y en ese sentido puede ser positivo desde lo económico, y Gruber encontró una manera de hacerlo políticamente aceptable, manipulando el mensaje sin la necesidad directa de mentir, aunque sí ocultando información como el alza en precio en los planes de salud para algunos segmentos de más ingresos en la población.

Lo que este episodio refleja es la existencia de una profunda disyuntiva moral entre los potenciales beneficios de una agenda de reformas y el discurso público que la impulsa. Si ese discurso implica de alguna forma hipocresía y desprecio por los demás participantes, entonces me parece que se debe desconfiar del valor de esa discusión pública. O quizás, verdaderamente en el fondo, la elite sí promueve el debate abierto y público, pero al interior de las paredes que la separan de las masas, lo cual da cuenta de otro tipo de hipocresía, igual o más peligrosa.

El episodio Gruber es, en mi opinión, un buen punto de referencia para Chile en momentos que el gobierno promueve ambiciosas propuestas en materia tributaria, educacional, de salud, en relación al régimen de aprovechamiento de aguas, en el campo laboral, etc., buscando convencer a la opinión pública que dichas reformas tendrán amplios beneficios sociales sin afectar la iniciativa privada y el crecimiento. Hoy, el debate debe ser técnico y con toda la información sobre la mesa. Ésa es la única forma de evitar nuestro propio “Grubergate”.

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