Por Andrea Slachevsky, neuróloga Noviembre 27, 2014

Cuando comentamos la actualidad tendemos a presentar los hechos como un relato coherente, estableciendo a menudo una relación causal entre los eventos y atribuyéndolos a intenciones de actores más o menos visibles. En su extremo, esa tendencia se manifiesta en las teorías conspirativas, según las cuales un grupo reducido de personas manipulan al resto de la sociedad para su beneficio propio o en defensa de sus ideas. La creencia en algunas de estas teorías es tenaz y aunque los hechos las desmientan, algunas se perpetúan en la historia. Está por ejemplo el grupo llamado “Los Iluminados de Baviera” que fue fundado en 1778 para combatir la superstición y la influencia religiosa en el público. El grupo fue disuelto hacia 1785, pero su mito perduró y, según diversas teorías conspirativas, los Illuminati manipulan la historia del mundo y serían responsables, entre otros, de la Revolución francesa y del asesinato de John Kennedy. Más recientemente, algunos han aducido que el atentado de las Torres Gemelas habría sido perpetrado por la CIA y el Mossad para justificar la invasión a Irak. En Chile se ha insinuado una manipulación de los escándalos financieros con fines políticos.

Los psicólogos Dan Simmons y Christopher Chablis en The Invisible Gorilla propusieron que nuestra manera de percibir el mundo e interpretar la realidad permite entender la ubicuidad de las teorías conspirativas. Somos proclives a la ilusión de causalidad, es decir, a ver relaciones causa-efecto entre hechos aleatorios. Los mecanismos detrás de esta propensión son múltiples. Como explican los neurocientíficos Vinious y Dana Ramachandran, “nuestro cerebro tiene horror del vacío”. Por ejemplo, es un hecho conocido que no nos damos cuenta de la existencia de un punto ciego en el campo visual de cada ojo, correspondiente al punto de la retina por donde surge el nervio óptico. Para el físico de la época victoriana David Brewster, la no percepción de un hoyo negro en el campo visual era una prueba de la intervención divina. Las cosas son en realidad más pedestres: el cerebro “llena” este punto ciego basándose en la información en torno a él. Por otra parte, la percepción opera detectando patrones. Nuestro cerebro está adaptado para identificar caras, objetos y palabras, pese a una inmensa variabilidad de esos estímulos. Tanto así, que terminamos siendo víctimas de la pareidolia, la percepción de formas o sonidos frente a estímulos vagos o aleatorios: ¿quién no ha visto una cara en una mancha en la pared? También recordamos eventos en función de nuestras creencias. Por ejemplo, los investigadores Ronald Redelmeir y Amos Tversky no encontraron ninguna correlación objetiva entre clima y dolor en pacientes con artritis. Sin embargo, aquellos que creían que los dolores articulares se exacerban con el mal tiempo reportaban mayor dolor los días fríos y húmedos. Borraban de sus memorias el dolor de los días cálidos. Además somos proclives a la ilusión de narración: cuando dos eventos se suceden, tendemos a inferir que el primero causó el segundo. Y, por supuesto, interpretamos simples correlaciones como resultantes de una relación causal, como aquel niño que cargó durante años con la culpa de haber provocado un apagón: golpeó un poste de alumbrado público con un palo y en ese momento ocurrió un corte de luz.

Michael Shermer en The Believing Brain acuñó el termino de “patternacity” para explicar nuestra propensión a las falsas creencias y las teorías conspirativas: tendemos a transformar información sin significado ni relación en un conjunto significativo. Somos demasiado proclives a rellenar con relaciones causales los espacios ciegos entre hechos sin relación alguna. Así como las enjutas de la Basílica de San Marco en Venecia son, según Stephen Jay Gould y Richard Lewontin, efectos secundarios de imperativos arquitectónicos, las teorías conspirativas serían efectos colaterales de las maravillosas capacidades de nuestro cerebro.

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