Por Patricio Jara Noviembre 13, 2014

El pasado 9 de marzo se cumplieron 20 años de la muerte de Charles Bukowski, y a diferencia de otras ocasiones, esta vez la fecha pasó inadvertida por estos lados, pese a que las traducciones de sus libros, sobre todo de poesía, siguen publicándose y agotándose con regularidad.

Bukowski murió de leucemia a los 73 años. Pese a que en la etapa final mejoró sus hábitos y trató de llevar una vida más saludable, los años de parranda terminaron pasándole la cuenta. Antes de iniciar la quimioterapia en un hospital de Los Ángeles (y que en vez de mejorarlo, apuró las cosas), Bukowski se había comprado un computador Apple donde escribió Pulp, su última novela, y varios libros de poesía, entre ellos, Ruiseñor, deséame suerte, el cual muestra la actitud del Viejo Indecente ante lo inevitable.

La presencia de la muerte, o bien su espera, es un elemento que cruza todo el libro, pero a diferencia de sus trabajos anteriores, en que ésta asoma siempre como un personaje más entre tantas borracheras, trabajos mal pagados y días de ocio mirando por la ventana, ahora se planta frente a un hombre cansado, preocupado de su jardín, de sus gatos y de que el aire acondicionado funcione bien. Bukowski no sufre. Está resignado. No reniega de nada, pero esas novelas estruendosas que comenzó a escribir a mediados de los 70 parecen estar cada vez más atrás, lejos, destinadas a ser la puerta de entrada para sus nuevos y jóvenes lectores.

 Las novelas de Bukowski se leen a los 20. Y se disfrutan y celebran con el fervor que uno tiene a los 20. Leer La senda del perdedor, Mujeres, Hollywood, o bien los cuentos de Música de cañerías o Hijo de Satanás equivale, para muchos, a los años de los primeros cigarrillos, de las primeras piscolas, del vino en caja y las botellas de vodka naranja y otros licores azucarados, baratos y letales que uno tomaba, más que por ganas, como la confirmación de que habíamos crecido, que ya no éramos tan chicos. Y ahí estaba Bukowski para avalarnos, para darnos el OK y entregarnos, al final, algo de qué hablar.

Entre los 18 y los 22 leí todo lo que pude encontrar de las aventuras de su alter ego Henry Chinaski. Y cuando se acabaron esos libros, cuando ya no había más, me di cuenta de que estaba por salir de la universidad y era el momento de vérmelas en la calle sin burbujas protectoras.

Pasaron varios años para que volviera a leer a Bukowski, pero ahora su poesía. Y si bien mucho de ese material fue escrito en paralelo a su narrativa, hay algo que lo pone un paso adelante. Tal como probar esas botellas de oferta que tantos estragos causaban, hoy no podría volver a leer sus novelas con el mismo ímpetu. Por más que haya frases o escenas que no olvidaremos jamás, ya no tenemos 20. Y si es verdad que la poesía es un arte más depurado (o destilado, en este caso) que la novela, entonces allí están esos nuevos-viejos libros de Bukowski para llevarnos, aunque sea por un instante breve, de regreso a esas noches interminables de la juventud, cuando el cuerpo aguantaba más y por algunas horas nos creíamos invencibles.

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