Por Sebastián Rivas, desde Chicago Noviembre 6, 2014

“El próximo Congreso será republicano: los demócratas tienen una fuerte derrota en todo el país”. Hacia la medianoche del martes, la cuenta de The New York Times en Twitter desempolvaba un titular del diario de hace exactamente 120 años -el 7 de noviembre de 1894- para resumir la debacle que había ocurrido. Más de un siglo después, las palabras no podían estar mejor escogidas: los republicanos arrasaron en las elecciones legislativas, retomaron el control del Senado -perdido hace ocho años- y asestaron un duro golpe político al presidente Barack Obama, con bajos niveles de aprobación y culpado incluso desde el mismo Partido Demócrata como responsable de parte del descalabro.

La derrota demócrata fue la crónica de una muerte anunciada, pero los cronistas compitieron por quién daba el discurso fúnebre más elocuente. CNN destacó a toda pantalla que era el mejor resultado parlamentario para los republicanos desde la Segunda Guerra Mundial. Howard Fineman, el editor político del Huffington Post, disparó un misil en MSNBC, una cadena tradicionalmente proclive a los demócratas: “La era Obama se terminó”. Nate Silver, el icónico predictor de resultados electorales, escribía en su sitio que las encuestas habían sobreestimado el apoyo al partido del mandatario. E incluso The Washington Post, el respetado diario que cubre el Capitolio, subió a su sitio web poco antes de la medianoche, un artículo en que David Krone, el jefe de gabinete del líder demócrata en el Senado, Harry Reid, culpaba on the record al presidente por el pésimo resultado de su partido. “Nunca logramos ponernos en la misma página”.

Quizás el mejor ejemplo de todo lo que cambió se vivió en Carolina del Norte, el estado que confirmó la victoria republicana. Hace seis años, Kay Hagan, la postulante demócrata, salió electa en un triunfo improbable. Mucho de ello se lo debió a Barack Obama, quien tenía una combinación poderosa: un mensaje de cambio y esperanza y una campaña con muchos recursos.

Seis años en política son una eternidad, y si en 2008 Hagan y Obama eran una combinación demoledora, en 2014 ya nada era lo mismo. La senadora trató por todos los medios de distanciarse de Obama: no hizo campaña con él, afirmó públicamente que discrepaba de sus posturas en varios temas y sólo apostó al final de la carrera por mensajes grabados para grupos específicos, en radio e internet. Pero la imagen negativa era un lastre, y eso lo sabían los republicanos.

Ese Obama, el reducido a mensajes de nicho y videos de 15 segundos en internet, fue la tónica en casi todas las campañas demócratas. Y eso en el mejor de los casos. “Yo no soy Barack Obama”, decía mirando a la cámara en un comercial Alison Lundergan Grime, la aspirante demócrata al Senado por Kentucky, para luego darse vuelta y disparar un rifle, una señal que la distanciaba más de las políticas de control de armas que trató de impulsar el mandatario. La estrategia, eso sí, no sirvió de mucho: perdió por 15 puntos ante su rival, el futuro jefe de la mayoría republicana, Mitch McConnell.

Pero lo más doloroso para Obama fue la derrota en la única contienda en que se involucró directamente: la de gobernador de Illinois, el estado que lo catapultó a la Casa Blanca. De nada sirvieron sus apariciones en eventos que recordaban el fervor de 2008 y, en menor medida, de 2012: el republicano Bruce Rauner será quien dirija el estado desde enero, y a quien le tocará recibir al presidente si decide volver a Chicago cuando termine su período.

La sensación predominante era que la gran noche de los republicanos marcó el cierre de un ciclo y el inicio de una transición. El momento en que los partidos empiezan a buscar alternativas en voz alta. Cuando Obama comenzará a escuchar a otros candidatos hablar de cambio y esperanza, mientras él empieza a pensar en la vida después de la Casa Blanca.

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