Por Patricio Jara Septiembre 11, 2014

El norteamericano Barry Newman es autor de una de las más hermosas crónicas que dio el periodismo literario de mediados de los 90. Se llama Pescador, y su historia es bastante simple: Newman, corresponsal viajero de The Wall Street Journal, va a Leigh, Inglaterra, a conocer los misterios de la llamada “pesca común”, es decir, la que practican los obreros y los empleados de las fábricas. Ellos no capturan salmones ni truchas, sino peces harto menos glamorosos que habitan en canales industriales y hoyos de grava abandonados. Lo que sale de esas cloacas son especímenes feos e incomibles, pero no les importa. Lo importante es competir.

Barry Newman llega a Leigh en la víspera de un torneo y hace foco en Kevin Ashurst, el campeón del año anterior, un hombre de 40 años que tiene su propio criadero de gusanos para carnada. El reportero lo acompaña en la competencia y, como en las buenas historias, el campeón pierde. Pero como pasa en las historias que, además de buenas, son inolvidables, el relato continúa al día siguiente, cuando Newman le pregunta a Ashurst por qué compitió, por qué siguió, por qué, a fin de cuentas, si ya había ganado antes, no se retiró en la gloria. El pescador le responde que cuando alguien ha tenido éxito, no compite por el dinero, sino por el prestigio, por el honor.

Siempre ocupo Pescador en mis clases en la universidad, pero en el último tiempo lo que hay detrás de esta crónica me ha hecho pensar en otra cosa, en algo alejado de la técnica narrativa y más cercano a las tripas, como la historia de Waldo Ponce, el futbolista que jugó el Mundial de Sudáfrica y que los últimos años enfrentó una rebelde lesión que, paso por el quirófano incluido, mandó a pique su carrera.

Ponce debió ser uno de los centrales que Sampaoli no tuvo en Brasil 2014 (le hubiera ganado el cabezazo al australiano que marcó el descuento en el primer partido). Titular con Bielsa y de aceptable currículum internacional, ha sido uno de los defensas más eficientes de los últimos años, pero debido a su lesión quedó a la vera del camino, en la sombra. Desde ahí vio al resto de la manada seguir el rumbo.

Pasaron casi dos años para que Ponce volviera a jugar. Y fue hace unas semanas, en un partido de la U por la infame Copa Chile. Estuvo 60 minutos en la cancha y, como hombre formado en el club, fue el capitán del equipo.

No sé cuántas posibilidades reales existen de que Waldo Ponce sea titular en la U de Martín Lasarte. Tiene 31 años y antes que él hay al menos un defensa suplente cuya carrera va en ascenso, pero su decisión de seguir, de no retirarse, de competir aunque pierda, es lo que finalmente confirma su estatura de crack. Seguir aunque el tiempo de inactividad lo haga vulnerable a nuevas lesiones, aunque requiera de cuidados especiales, y cada mañana, al despertar y levantarse, exista la posibilidad de que lo que ya no le dolía, le vuelva a doler.

Para el partido de su regreso, Waldo Ponce había acordado con el cuerpo técnico que sólo actuaría un tiempo, pero se sintió bien y siguió un rato más. Y tanto como el aplauso de los hinchas, hubo que ver la emoción de los que estaban en ese momento en la banca, los que sabían cuánto le costó ponerse en forma para volver. Tan simple como eso: volver para estar, para la posibilidad de competir, para mantener el honor.

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