Por Pablo Ortúzar, director de Investigación, IES Septiembre 4, 2014

Niall Ferguson es un historiador británico nacido en Escocia y que hoy hace clases en Harvard. Jesse Norman es un parlamentario del Partido Conservador, representante de Herefordshire. Y lo que tienen en común, además de ser súbditos de la reina de Inglaterra, haber estudiado en Oxford y visitar Chile este año (Ferguson esta semana, Norman en noviembre), son diagnósticos bastante convergentes sobre lo que va mal en el mundo occidental e intuiciones parecidas respecto a los caminos de salida de esta situación. Quien se dé el tiempo para leer La gran degeneración (2012) de Ferguson y luego La gran sociedad (2010) de Norman, podrá comprobar por sí mismo este vínculo.

Además de invitar a esta lectura combinada, me permito proponer ciertas claves que creo útiles para tal propósito.

Primero, ambos creen que el problema que enfrentamos está relacionado a un “estancamiento”. En su libro, Ferguson recurre a Adam Smith para describir el “estado estacionario” de nuestra sociedad: salarios establemente bajos y una élite corrupta y monopolista especializada en explotar el orden jurídico y administrativo en su propio beneficio. La deuda pública, nos dice, “se ha convertido en una forma de explotación intergeneracional”; la sobreregulación -fundada en la desconfianza asumida- termina por aumentar la fragilidad del sistema; los abogados se convierten en parásitos y la sociedad civil se debilita “y se reduce a una mera tierra de nadie entre los intereses corporativos y el Estado”.

Norman, por su parte, va a las causas profundas de este desaliento: la comprensión economicista del mundo -compartida por izquierdas y derechas- como algo estático y susceptible de ingeniería social  y no como un espacio de creación, descubrimiento y competencia. A esto se suma una visión “pasiva” del ser humano, que nos pinta como seres ruines, egoístas y cortoplacistas. Este reductivismo económico, nos dice, “afecta nuestra vida pública, destruye la confianza y degrada nuestras expectativas cívicas”. Crea, así, el ambiente y los incentivos propicios para que la corrupción se convierta en la norma y el abuso en moneda común. Es decir, es el fondo filosófico y antropológico de La gran degeneración.

En segundo lugar, ambos autores conciben la sociedad como una realidad compleja y polifónica, conformada por una diversidad de instituciones. Así, consideran necesario acabar con la idea de que la vida social se reduce al Estado, al mercado o a una combinación de ambos y abrirse a la realidad y a su diversidad de perspectivas y organizaciones.

Desde esta visión, la salida del “estado estacionario” necesariamente vendrá “desde abajo hacia arriba” y no desde la acción estatal guiada por un par de iluminados. Es en el empoderamiento de la sociedad civil, en la liberación de trabas para el emprendimiento y en el retroceso del clientelismo y la burocracia que reside la esperanza de revitalizar nuestras instituciones y permitir a cada uno de nosotros desplegar sus habilidades. En esta tarea, por supuesto, tanto el Estado como el mercado tienen mucho que aportar, pero están muy lejos de ser los actores centrales. Ese es el sueño de La gran sociedad.

En tiempos de movimientos sociales clientelizados y no tanto, de presión por participar, de reformismo ilustrado, de “capitalismo de amigotes” y de bancarrota intelectual de todos los partidos políticos, bien nos hace en Chile darnos una vuelta por este par de autores. Son aire fresco en medio de un debate público que se ve estancado y tóxico.

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