Por Diego Zúñiga Agosto 28, 2014

La anécdota es lo suficientemente poderosa como para llamar de inmediato nuestra atención: después de 28 años de matrimonio, Arón y Eligia han decidido divorciarse. Hacen los trámites correspondientes y cuando van a firmar el último papel, en el departamento de Arón, junto a su hijo y los abogados de Eligia, él le arroja en la cara un vaso con ácido. Un momento después, en ese mismo departamento, Arón se pega un balazo en la cabeza.

La novela se llama El desierto y su semilla, fue publicada por el argentino Jorge Barón Biza en 1998, y empieza, entonces, con el rostro de Eligia siendo desfigurado por el ácido. La novela, narrada por el hijo, por Mario, con una distancia desconcertante pero necesaria, es la reconstrucción de ese rostro y de esa historia que sucede a aquella agresión. Es la vida de Mario acompañando a su madre en Milán, mientras los cirujanos trabajan incansablemente en ella y él intenta armar una rutina en aquel bar cercano a la clínica donde conoce a una prostituta, quien será su compañía durante ese tiempo en el que su madre será intervenida más de 20 veces, pues su rostro ya nunca más volverá a ser el mismo, aunque los médicos insistan en lo contrario.

Ella nunca volverá a ser la misma: regresará a Argentina, intentará rearmar su vida y terminará suicidándose casi 15 años después del accidente.

La anécdota que origina esta novela es lo suficientemente poderosa como para sólo detenernos en ella -sobre todo cuando sabemos que es absolutamente real: el padre de Barón Biza arrojó ácido en la cara de su mujer y luego se suicidó-, pero si El desierto y su semilla es una de las novelas más devastadoras que uno puede leer, no es sólo por la historia real que hay detrás, sino por cómo Barón Biza es capaz de reconstruir -con una prosa pausada, distante y perturbadora- esta tragedia familiar, que no se termina en la última página del libro, sino dos años después, en 2001,cuando Jorge Barón Biza decide quitarse la vida.

Fue Nicanor Parra quien dijo que la primera condición de toda obra maestra era pasar inadvertida. Y aquello se aplica, sin duda, a El desierto y su semilla: Barón Biza la envió al Premio Planeta en 1997 y ni siquiera quedó entre las finalistas. Al año siguiente pagó la primera edición y, entonces, llegaron las críticas positivas y entusiastas, pero ya era demasiado tarde.

Hoy es Eterna Cadencia la que ha vuelto a poner en circulación esta novela que acaba de llegar a Chile, y cuya lectura no se agota sólo en el relato autobiográfico, pues también hay una correlato político -con Perón y Evita-, además de plantear una reflexión constante sobre el ejercicio de reconstruir la memoria familiar: imágenes dolorosas, incómodas, que muchas veces preferimos olvidar.

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