Por Agosto 21, 2014

Está claro que a muchos chilenos les cuesta entender el mal llamado “Conflicto Mapuche”. Para empezar a hacerlo, debemos partir por desterrar el delirio de que el conflicto tiene por causa la violencia; ésta es más bien una consecuencia de múltiples factores, como el desconocimiento de la diversidad jurídica en los inicios de la República -reconocido tácitamente con el Tratado de Tapihue de 1825-, de la predominante concepción homogénea del estado-nación y las consiguientes políticas públicas de asimilación, de la expropiación general de las propiedades mapuche después de la ocupación militar de 1881, del clientelismo político exacerbado, de la atomización e inmadurez política de dirigentes indígenas, de la  negación de los derechos indígenas y, finalmente, la demagogia e ignorancia. Todo esto ha generado el caldo de cultivo perfecto para el surgimiento de la violencia.

Lo que realmente existe es un conflicto del Estado con su historia.

Existe un mito ampliamente asumido como real: que la propiedad mapuche no existe; que fue el Estado el que irónicamente cedió-creó la propiedad a través de los Títulos de Merced de principios del siglo XX.

En realidad, esa discusión fue saldada en 1866, con la ley del 4 de diciembre. En ella, a diferencia de lo que muchos hoy sostienen, el Estado de Chile reconoció plenamente la propiedad mapuche en la posesión efectiva preexistente. Como decía el diputado José Victorino Lastarria, el asunto a discutir era cómo deslindar la propiedad, y no su existencia. Los Títulos de Merced no son más que la negación de nuestra propiedad. De ahí lo insulso de proponer la expropiación “porque unos tienen muchas hectáreas y otros pocos”, como ha planteado el intendente Huenchumilla.

El conflicto en la Araucanía es más profundo que la entrega de tierras o las formas de violencia. Tiene que ver con la concepción del Estado, y cómo éste se relaciona con los diversos pueblos que lo componen.

Es un hecho que cada vez tenemos menos homogeneidad cultural. No se trata de prescindir del Estado, ni de formar nuevos Estados, sino de entender que el prejuicio homogeneizador no es congruente con la epidermis de Chile, que queramos o no es de hecho multicultural. El resultado de todo esto no puede ser otro que la apertura institucional al multiculturalismo.

Un verdadero diálogo intercultural será el principio de una búsqueda de paz y armonía, pero éste no debe implicar la subordinación de una cultura a otra. No se trata de imponer un modelo cultural, sino de la oportunidad de elegir libremente entre ellos.

Esto es algo que no compete sólo a los indígenas, sino a todo el país. Debemos avanzar en la construcción de un acuerdo que deje de lado los pequeños cálculos político-electorales y avanzar en la construcción de una democracia intercultural donde todos tengamos un espacio.

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