Por Antonio Díaz Oliva, desde Nueva York Agosto 14, 2014

Hace varias semanas que en el IFC sólo hay una película en cartelera. Ahí, en la fachada del cine neoyorquino ubicado en la Sexta Avenida, se promociona Boyhood como si fuera El ciudadano Kane de nuestros tiempos. La última película de Richard Linklater no sólo ha obtenido buenas reseñas y la bendición de la crítica (cien por ciento en Rotten Tomatoes, algo que pocos consiguen), sino que ha funcionado en el boca a boca. La gente la comenta, se escriben artículos y todos dicen sentirse un poco reflejados en el protagonista, Mason, ese niño que pasa a la adolescencia frente a nuestros ojos en poco menos de tres horas.

Nada de raro: Linklater lleva un tiempo filmando y desmantelando la realidad a su manera. Era inevitable que algo como Boyhood sucediera y así consagrara una filmografía dispareja, difícil de categorizar y siempre  inquieta. Porque de alguna manera esta película viene a cerrar una etapa. Esa que inició con Slacker, la cinta de 1991 en la que, durante un día, le seguíamos la pista a un grupo de jóvenes medio grunge en Austin, Texas. Slacker no sólo fundó el cine independiente, sino también dejó claro que la mejor manera de filmar la vida era observándola y manipulándola lo menos posible.

Y ahora Boyhood, tal vez el proyecto más importante de Linklater, rescata ese espíritu.

En Boyhood seguimos a Mason (interpretado por Ellar Coltrane) a través de una serie de eventos que podríamos catalogar como crecer, adolecer y finalmente irse de la casa de su madre para empezar la universidad. Además conocemos a su padre (Ethan Hawke, un frecuente de los proyectos de Linklater), a su madre (la insuperable Patricia Arquette) y a su hermana (Lorelei Linklater). La película despliega pequeñas trampas nostálgicas que nos sitúan temporalmente: la primera canción que suena es “Yellow” de Coldplay y la última “Deep Blue” de Arcade Fire, además de referencias pop como la fiebre Harry Potter y los bailes pélvicos de Britney Spears.

Dice Linklater que la intención tras Boyhood era “filmar un momento”. Y que ese “momento” le llevó 12 años; cada verano se juntaba con los actores, improvisaban las nuevas escenas e iban dándole forma a una película que, como todas las vidas, está hecha de pequeños fragmentos que juntos dan la sensación de un todo. 

Como cada proyecto de Linklater, en éste hay algo de eso -de esos momentos fugaces-, pero también otras cosas. Boyhood es un homenaje a Texas, pero la Texas menos conservadora y más artística (Austin le debe tanto a Linklater como Nueva York a Woody Allen); Boyhood es una tentativa sobre la paternidad y la maternidad; y Boyhood es un espejo. Uno entra al cine, en la pantalla ve a un niño que va creciendo, y es inevitable advertir el reflejo de uno mismo. O de un hermano, hermana o nuestra familia. Y con eso, sentirle el peso a ese ciclo que llamamos vida.

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