Por Andrés Gomberoff, prof. de Física Teórica UNAB Agosto 14, 2014

El poeta es un orfebre de la palabra. Paladea su sonoridad, su acentuación, su etimología. La fractura mentalmente en sílabas, jugando con su raíz. Explora las posibles rimas que generen nuevos e insospechados sentidos. En el mutismo en el que transcurre la escritura de un poema, imagina su lectura en voz alta, calculando la conveniencia de ceñirse a una métrica, reafirmarse en la solidez estructural de sus barrotes o, por el contrario, dar vuelta las palabras como una media, abrir ventanas y celosías para dejar entrar los exabruptos, demoliendo el lenguaje burlonamente.

El físico, en cambio, está sujeto a más ataduras. Observa la naturaleza con la curiosidad urgente del niño, pero con meticulosidad tiránicamente adulta. Utiliza el críptico lenguaje de las matemáticas, cuya precisión no admite licencias ni juegos. Un idioma que no da tregua a la sinrazón. Sus sonetos se llaman teoremas. Más implacable aún es la férrea dictadura de la realidad del mundo natural, ante la cual la física se ve obligada a postrarse. La materia y la antimateria, presas tras los mismos barrotes. Prisioneras de las mismas leyes, insobornables y universales.

Pero la grieta que separa al poeta del físico es ilusoria. Debajo de la actividad de ambos bulle, frenética, la creatividad de nuestra especie. Los poetas-físicos, aún sin pretenderlo, tendieron puentes que ponen en evidencia el vínculo estrecho entre la poesía y la ciencia. Versos y ecuaciones sintetizan lo importante sin jamás poder decirlo todo. Dos caras, a veces antagónicas y otras tantas gemelas, de la misma moneda.

Los Andes vieron nacer a sus flancos a dos de los más grandes poetas-físicos: Nicanor Parra y Ernesto Sábato. Muy distintos en su concepción de la literatura, Ernesto apostó por la universalidad de la tragedia, que encontró en la tensión dialéctica entre la realidad subjetiva del mundo onírico versus la sucesión de rutinas biológicas que acontecen en la vigilia, esclavas del determinismo. Nicanor, por “desbarrotizar” a la poesía de la retórica y la solemnidad para hacerla antipoesía, contradiciendo principios profundamente enraizados por la intimidante autoridad poética de la época.

Pero también son muchos los lazos que los unen, además de la amistad persistente. Ambos recibieron el Premio Cervantes y extendieron el imperio de sus vidas durante un siglo. Ernesto falleció a menos de dos meses de cumplir los cien años. Nicanor ha tenido más suerte y seguramente los celebrará dentro de tres semanas.

Ernesto se doctoró en La Plata y trabajó en París bajo las órdenes de Madame Curie y en el MIT. Nicanor se fue a hacer un doctorado en cosmología en Oxford con el afamado astrofísico Arthur Milne, luego de haber recibido una maestría en Brown. Y ambos confirmaron que su vocación estaba lejos de los laboratorios durante sus estancias europeas. Aunque Nicanor siguió trabajando parcialmente como físico hasta la jubilación, en la Universidad de Chile.

“Al llegar a Oxford percibí algo en la atmósfera, sentí dos tipos de fuerzas”, dice Nicanor. “Percibía por un lado a Shakespeare y por otro a Newton”. Ernesto también se sintió jalonado entre la perfección cristalina del universo matemático y la oscuridad del mundo onírico que latía en la noche parisina cuando se reunía con poetas y pintores surrealistas.  “Creo que la verdad está bien en las matemáticas y en la química. En la vida es más importante la ilusión, la imaginación, el deseo, la esperanza.” Nicanor, en cambio, reconoce que en la antipoesía “cabe la ciencia”.

En Poemas y antipoemas el poeta no pudo reprimir al físico que le dictó tres versos caprichosos: “Sin embargo, el mundo ha sido siempre así/La verdad, como la belleza, no se crea ni se pierde/Y la poesía reside en las cosas o es simplemente un espejismo del espíritu.” ¿Acaso la verdad y la belleza no son lo mismo? ¿Y las leyes naturales? ¿Residen en las cosas o son simplemente un espejismo del espíritu?

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