Por Pablo Marín Julio 24, 2014

Las películas francesas fueron alguna vez cercanas al público de a pie, cuando había colas callejeras para ver a Brigitte Bardot y chilenos que les ponían Yves a sus hijos. Pero desde hace largo son, más que nada, un nicho respetable: por refinado, por “cultural” o por pretendidamente inteligente. Lo digo a propósito del reciente estreno local de Renoir, que se farrea con pompa y circunstancia la gran historia de dos artistas legendarios, pero también por El tiempo de los amantes, que desembarcó hace unas semanas en nuestras salas con su variante contemporánea del amour fou, aunque no deje uno de valorar las interpretaciones de Emmanuelle Devos y Gabriel Byrne. ¿Estaremos condenados a que esta vertiente solemne y más bien inerte del cine francés sea casi la única que llegue por estos lados?

Hay una tipología irónica, planteada por el crítico Antoine de Baecque, en virtud de la cual las películas francesas presentan historias de amor algo sofisticadas, personajes de sicología finamente perfilada, anclajes geográficos, sociales y políticos convencionales, así como variadas complicaciones que no valen la pena. De Baecque escribía de esto en los 90 para expresar ciertas percepciones dominantes fuera de su país. Y podría decirse, no sólo que se mantienen, sino que hasta cierto punto dominan la lógica de distribución del material que termina llegando a los circuitos comerciales y alternativos.

Ok. Es cierto que nos han llegado, ocasionalmente, bichos raros que pudieron promoverse como la más comercial de las comedias (Bienvenue chez les Ch’tis, por ejemplo, que en 2010 se estrenó como Bienvenidos al país de la locura, a ver si algo picaba) y que sin embargo se vieron sujetas a las pautas de exhibición y marketing del arte y ensayo. Pero lo que manda, para efectos de exhibición local, es un cine olvidable que incluye los remilgos preciosistas de Tu amor, mi perdición, dirigida y protagonizada por Louis-Do de Lencquesaing; los artificios anunciados y los azares predigeridos de La quise tanto, de Zabou Breitman; la hiperguionización y el conductismo teatralizante de El nombre, de Matthieu Delaporte y Alexandre de la Pattelière. Y aparentemente la cosa funciona, por lo que no habría necesidad de meter mano.

No olvido, ni podría, que en años recientes han hecho su aparición gemas como El padre de mis hijos, de Mia Hansen-Løve, o Las horas del verano, del incombustible Olivier Assayas, que nos recuerdan que un cine de expresión personal puede cautivar insuflando vida en personajes que en otras manos pasarían de largo. Pero han sido excepciones afortunadas, como lo fue hace poco La vida de Adèle: la primera película del franco-tunecino Abdellatif Kechiche en llegar a Chile, ganó en Cannes 2013, vino precedida por la controversia que generaron sus fogosas escenas sexuales y es desde ya uno de los estrenos valiosos del año.

Para el resto, queda soñar con algún improbable golpe de timón que permita acceder a lo que hasta hoy sólo puede verse vía DVD, sitios web o archivos torrent. Porque hay material para tirar al techo, así como una larga lista de realizadores de distintas generaciones capaces de producirlo, desde las ocurrencias cómicas hasta los recorridos más descolocadores por los meandros de la naturaleza humana: ahí están, aparte de los mencionados, Claire Denis (Les salauds, en la foto), Léos Carax (Holy motors), Noémie Lvovsky (Camille redouble), Arnaud Desplechin (Jimmy P., su primera incursión gringa), Emmanuel Mouret (Une autre vie), Bruno Dumont (Camille Claudel 1915), Riad Sattouf (Les beaux gosses), Guillaume Gallienne (Les garçons et Guillaume, à table!) y otros tantos. De que lo hay, lo hay.

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