Por Francisco Sagredo B., desde Río de Janeiro Julio 17, 2014

Exactamente hace un año, durante el desarrollo de la Copa Confederaciones, las imágenes de las multitudinarias protestas en Brasil impactaron al mundo. El gigante sudamericano vivió un proceso de efervescencia ciudadana que movilizó a millones de brasileños mientras, en paralelo, su selección barría en la cancha y se quedaba con el título del torneo, tradicional ensayo general de los Mundiales.

La consigna en las calles era una sola: reclamar que la monumental inversión realizada en infraestructura futbolística (US$14.000 millones), se podría haber destinado a mejorar la  calidad de la educación, de la salud y de las pensiones, por ejemplo.

Fueron meses de tensión para Joseph Blatter y el gobierno brasileño. La presidenta Dilma Rouseff debió asegurar que “sí habría copa” ante las amenazas de quienes prometían boicotear el campeonato.

Mundial hubo, obvio; la FIFA no iba a permitir un inédito descalabro y apoyó al Comité Organizador Local, a pesar de los evidentes atrasos en las obras y el despilfarro presupuestario que cuadriplicó el costo original de algunos estadios.

Pero en los hoteles Hyatt de Sao Paulo y Sofitel de Río de Janeiro, cuarteles generales de Blatter y su plana mayor, hubo debate sobre las lecciones que dejó esta Copa del Mundo.

Brasil 2014 demostró la complejidad de asignar la sede del Mundial a países que reúnan dos características amenazantes para el tranquilo desarrollo de este tipo de eventos: la existencia de un movimiento ciudadano activo y altos niveles de desigualdad social (según la ONU, Brasil es el séptimo país con la mayor brecha de ingresos en el mundo).

Hace cuatro años la Copa se jugó en Sudáfrica, otra nación con serios problemas de distribución de la riqueza; sin embargo, en Johannesburgo y las principales sedes  no hubo protestas en contra del torneo ni críticas al gobierno del presidente Jacob Zuma. En un país donde 1.400 personas se infectan de VIH diariamente y la mitad de la población vive con sólo el 8% del PIB,  no hubo quejas importantes, a pesar de los US$ 7.000 millones invertidos en el torneo. En ese país el descontento social aún no se materializa en movimientos ciudadanos capaces de salir a la calle con fuerza. Es decir, se cumple sólo una de las dos variables “peligrosas” que detectó la FIFA en sus evaluaciones en Brasil.

El 2018 será el turno de Rusia, otra nación con graves diferencias sociales pero sin un movimiento ciudadano importante, hasta ahora. Ahí se invertirán US$21.000 millones en infraestructura, aunque los temores no pasan por el repudio popular ante el oneroso gasto, sino por las problemáticas geopolíticas que enfrenta hoy el gobierno de Vladimir Putin en diversas regiones de su territorio.

Rusia 2018 ya aparece en el horizonte y todavía está pendiente el futuro de Qatar 2022, debido a los escándalos de corrupción. Brasil ya es historia y la FIFA, como siempre puertas adentro, toma nota de las lecciones de Brasil 2014.

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