Por Junio 26, 2014

Luis Suárez nació en un hogar pobre de Salto, a orillas del río Uruguay, 500 kilómetros al norte de Montevideo. Su madre, Sandra Díaz, cuando niña no tenía cama ni colchón. El padre, Rodolfo, era un soldado que jugaba al fútbol como tosco defensa.

Sandra tuvo a su primer hijo, Paolo, a los 15 años. Luego llegaron Giovanna, Leticia, Luis, Maximiliano y Diego. La familia crecía y se iba mudando. No tenían vivienda propia y terminaron habitando una casa en los fondos del cuartel del soldado Rodolfo Suárez. Los niños recolectaban los frutos de unos naranjos del patio del cuartel y los canjeaban por alimentos.

La pobreza se agravó cuando la familia emigró a Montevideo, y Sandra y Rodolfo se divorciaron. Los niños se quedaron con su madre. Vivían hacinados en una pieza de pensión. Sandra trabajaba todo el día, limpiaba los baños de la terminal de buses, y ellos pasaban en la calle. Luis odiaba la dureza de la gran ciudad. Iba con sus hermanos a las panaderías a pedir comida. Luis esperaba en la esquina. Habían aprendido que a los más chicos -Maximiliano y Diego- les daban más comida.

Así creció Luis Suárez. Luchando para sobrevivir. Aprendiendo todas las avivadas posibles -y necesarias- para salir adelante.

Mientras tanto, jugaba al fútbol. Comenzó a los 4 años: siempre quería jugar y siempre quería ganar. “Lloraba cuando perdía, lloraba cuando no hacía goles. Siempre tuvo esa desesperación”, me dijo su madre. Paolo, el hermano mayor que hoy es futbolista profesional en Guatemala, recuerda un partido infantil. El cuadro de Luisito ganó 7 a 0, pero él salió llorando porque no había hecho ningún gol. Hoy sigue siendo así. Se enoja hasta cuando pierde en un juego de cartas.

Luis quería triunfar pero no era un superdotado. Su madre dice que todos sus hermanos jugaban mejor, que Luis sólo “tenía suerte para hacer goles”.

Pero allí aparece el tercer ingrediente del cóctel Suárez: a la picardía y el coraje del niño criado en la calle, a la pasión del que no concibe perder, se le suma una voluntad de superación y una autoconfianza gigantescas. No hay nadie más optimista en la Tierra.

Cuando llegó a las divisiones juveniles de Nacional, no era el mejor centrodelantero de su generación, ni siquiera el segundo. Una vez estuvieron a punto de despedirlo. Nunca fue convocado a una selección uruguaya sub 15 ni sub 17. Era uno más.

Tenía 15 cuando conoció a Sofía, que tenía 13. Los dos niños se enamoraron. 

Un par de años después la familia de Sofía emigró a España en busca de mejores oportunidades. Luis se trazó un plan inverosímil: jugar mejor, llegar a ser titular en Nacional, llegar a las selecciones uruguayas, ser transferido a un club europeo, reencontrarse con Sofía y, por fin, casarse con ella.

Loco. Pero lo fue logrando paso a paso. Y con cada paso mejor jugador se hizo. Los que lo dirigieron en las juveniles no pueden creer lo que juega hoy, cómo aprendió a pasar la pelota, a patear tiros libres, a definir sin errar, cómo perfeccionó su físico.

Lo que se propone lo logra.

Pero Suárez tiene un talón de Aquiles: se le desbordan los ingredientes de su maravilloso cóctel. Cuando la picardía se torna excesiva, finge faltas y se tira (como tantos jugadores). Y peor: la pasión a veces se le desborda en rabia. “Era un muchacho normal, correcto, pero si no le salían las cosas, siempre existía la posibilidad de que perdiera el rumbo”, me dijo Ricardo Perdomo, que fue su técnico en las inferiores de Nacional.

La vida de Suárez es una película: una de acción, con historia de amor incluida. Tiene todo para ser la gloriosa aventura de un héroe, pero de pronto aparece la sombra del drama.

Es Suárez y su cóctel. Necesita mantener las proporciones.

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