Por Andrea Slachevsky, neuróloga Junio 12, 2014

Nos gusta pensar que somos seres racionales, capaces de tomar las decisiones más apropiadas. Así lo postuló Jean Piaget al describir cómo la capacidad de razonamiento progresa con la edad hasta culminar en el razonamiento lógico deductivo, en el que se combinan múltiples hipótesis para encontrar la solución adecuada. Pero desde los años 90, este modelo ha sido cuestionado. Jonathan Evans, en su libro Bias in Human Reasoning, mostró que cometemos habitualmente errores de razonamiento en tareas de lógica elemental, sugiriendo que generalmente usamos estrategias  heurísticas, rápidas, automáticas, sujetas a sesgos y errores de juicio. Somos capaces de aplicar la lógica, pero una de las características del cerebro humano es más bien alejarse de ella. El Premio Nobel de Economía Daniel Kanheman, mostró que ese sistema rápido e intuitivo es la base de la mayoría de nuestras decisiones. Como lo ilustra Dan Ariely en Predictably Irrational: The Hidden Forces That Shape Our Decisions, nuestras decisiones suelen ser  irracionales y sesgadas por múltiples causas. Por un lado, erramos al evaluar la  realidad: no vemos las cosas como son. Por ejemplo, en la ilusión  de Ebbinghaus Titchen (en la imagen de esta página) vemos dos círculos contiguos: uno rodeado de círculos pequeños y otro de círculos grandes. Pues bien: los dos círculos centrales son iguales, pero percibimos que el que está rodeado de círculos grandes es más pequeño. “Observamos siempre las cosas que nos rodean en relación con otras cosas. Nos es imposible evitarlo”. Y el marketing se aprovecha de eso: cuando la sociedad Williams Sonoma comercializó la primera máquina para hacer pan casero, poca gente se interesó.  Ante esto, comercializaron un nuevo modelo más caro y más grande.  Las ventas del primer modelo se dispararon, simplemente porque los clientes podían comparar.

Además, nuestras expectativas determinan nuestras valoraciones. Ariely y colaboradores pidieron a estudiantes elegir entre dos cervezas, A y B.  La B se elaboró a partir de A añadiendo vinagre y sal.  Los sujetos que conocían los ingredientes de B la encontraban intomable. Pero al elegir entre las dos cervezas a ciegas, los sujetos no mostraron ninguna preferencia.  Y aquellos que habían elegido B pedían repetirse, incluso después de conocer su composición. También el precio genera sesgos: Ariely y colaboradores ganaron el Premio Ig Nobel al mostrar que un placebo de 5 dólares era más eficaz como analgésico que el mismo placebo pero a 50 centavos de dólar.

Por otro lado, Ariely muestra que también erramos al actuar. Por ejemplo, nos cuesta fijarnos objetivos a largo plazo y postergar recompensas inmediatas, lo que explicaría nuestra dificultad para ahorrar. También se ha sugerido que es nuestra aversión a la pérdida la que nos lleva a comprar bienes innecesarios durante las liquidaciones.

¿Significa todo esto que debemos dejar que un experto tome las decisiones por nosotros? Ciertamente no, pues él o ella también suelen cometer errores. Conocer nuestra irracionalidad ayuda a construir salvaguardias. Algunas son jocosas, como la tarjeta de crédito autocontrol propuesta por Ariely, que nos advierte de gastos excesivos: “Le informamos  que su esposo, Dan Ariely, un ciudadano generalmente honesto, sobrepasó en 73,25 dólares su límite de gasto mensual en chocolate (50 dólares)...”.  Otras son bien conocidas, incuestionables y reconocidamente efectivas: la empresa privada confía sus decisiones importantes a un directorio, un ente colectivo, y no a una persona individual. Por algo será.

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