Por José Miguélez, editor de Deportes de La Tercera Mayo 22, 2014

El sorprendente Atlético de Madrid es fútbol, pero también literatura. Un hermoso cuento que aspira a consumar un final feliz. Un guión al que a última hora se le han torcido algunos renglones (el adversario no era el previsto para ajustar cuentas,  el Bayern se cayó justo en semifinales), pero que llevaba escrito desde hace cuarenta años. O que esperaba contarse desde entonces. Cuando la final de Bruselas ante el equipo de Múnich y el gol de tiro libre directo de Luis Aragonés en el minuto 114 de la prórroga, la hazaña que le hizo sentirse durante un rato campeón de Europa, y por extensión futbolística el rey del mundo. Cuando la carroza se convirtió en calabaza tan sólo diez minutos después, a las doce en punto de la noche, con un zapatazo lejano de Schwarzenbeck, el rubio alemán que pese a lo impronunciable de su apellido ningún seguidor rojiblanco consiguió ya borrar de su memoria.

Un empate que en aquellos tiempos, 1974, no se desanudaba con una tanda de penales sino con un partido extra, a jugarse tres días después y que el Atlético, roto en el corazón y en los pulmones, ya perdió por goleada: 4-0. Una tristeza profunda se instaló en el escudo madrileño a partir de aquel mayo maldito, un dolor en el alma, un complejo, una frustración. Una leyenda de fatalidad que se fue reforzando con nuevos episodios tormentosos, cada cual más negativo y raro. Y se aceptó el maleficio con resignación, como si las calamidades sucesivas estuvieran movidas por designios divinos o demoníacos. A esa “maldición” se la llamó “el Pupas”.

El sorprendente Atlético de Simeone procede de aquellos lamentos. Durante dos temporadas, desde su aterrizaje en enero de 2012, el técnico argentino se aplicó por igual a trabajar en el sistema de juego del equipo y en su cerebro. A hurgar en su interior. Devolverle el gen ganador que se le cayó aquella noche en Bruselas y sólo había insinuado recuperar en contadas ocasiones, finalmente falsas alarmas. El Cholo no se conformó con inventar un Atlético pasajero, se remangó para reconstruirlo duradero. Recibió un equipo muerto y lo reanimó de forma instantánea. Trabajó el laboratorio y la mente, el carácter. Y de golpe, un título, la Liga Europa. Y luego otro, la Supercopa de Europa. Y al año siguiente uno más, la Copa del Rey en el mismísimo Santiago Bernabéu ante el Real Madrid, su vecino y más enconado rival. Y no se detuvo.

Desde el primer día de su tercera temporada, algo dijo en el ambiente que el curso era especial y grandioso, el del desquite. Se iban a cumplir cuarenta años del fatídico día, no podía ser casualidad. Desde el primer sorteo, pese al escepticismo exterior, los atléticos se convencieron de que les había llegado la hora. Y el bombo les ayudó ronda a ronda a creer en el destino, a convencerse de que efectivamente no verían al Bayern hasta el último día, que saldarían cuentas de forma personal. Y hasta Luis Aragonés, la dos palabras mayores del santoral colchonero, declaró que el fútbol le debía una Copa de Europa y que, ya que se retiraba, había llegado el momento de que le fuera devuelta. Y al mes de pronunciar la frase, se muere sin esperar a cobrar la deuda. Y lo que era un deseo de todos los atléticos, rompe en una obligación: ahora sí, por Luis, la Copa de Europa. El cordón emocional que faltaba. Y ni la conquista de la Liga rebaja la obsesión. El día ha llegado. No está enfrente el Bayern sino el Madrid. Pero cuarenta años no pueden esperar más.

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