Por Andrea Slachevsky, neuróloga Mayo 8, 2014

La celebración de los 450 años del nacimiento de William Shakespeare ha hecho surgir una faceta algo desconocida de sus obras: su contribución a las neurociencias y a la descripción de enfermedades cerebrales. La relación entre literatura, neurociencias y enfermedades cerebrales son múltiples. Existen libros de ficción que, al retratar el comportamiento humano, describieron el funcionamiento de nuestras capacidades mentales muchos años antes que las neurociencias. Jonah Lehrer, en su ensayo Proust y las neurociencias, muestra  cómo Proust,  con una increíble intuición nacida de su reflexión introspectiva, describió los principales mecanismos de la memoria. Italo Calvino, en las Ciudades Invisibles, previó uno de los mecanismos de la amnesia infantil: Y aun yo, que quisiera tener separadas en la memoria las dos ciudades, no puedo sino hablarte de una, porque el recuerdo de la otra, por falta de palabras para fijarlo, se ha dispersado. No recordaríamos parte de nuestra infancia porque carecemos de palabras con las cuales fijar las vivencias.

Shakespeare, por su parte, intuyó los límites de la interacción social. El psicólogo evolucionista Robin Dunbar ha realizado estudios que sugieren que hay un límite a la cantidad de estados mentales de otras personas que podemos tener en cuenta al mismo tiempo, lo que limita la cantidad de personas con las cuales podemos interactuar simultáneamente. Podemos hablar de los sentimientos de una persona ausente, a lo más, frente a tres personas. Es nuestro límite para imaginarnos la mente del ausente y estar a la vez atentos a las reacciones de los presentes. Si interactuamos con cuatro o más personas, tendemos a hablar de generalidades que no conciernen nuestra vivencia personal. Pues bien: en las obras de Shakespeare,  en las escenas en que se habla de los pensamientos o sentimientos de otros, intervienen a lo más tres personajes. Las escenas de cuatro o más, conciernen temas generales, como la guerra. Esa regla se cumple en más del 90% de las escenas.

Uno de los aspectos más asombrosos de la literatura es la descripción de enfermedades neurológicas y psiquiátricas años antes de su identificación por las ciencias médicas. En esto destaca Shakespeare por la diversidad de trastornos que padecen sus personajes. En nuestros días, el Rey Lear habría sido diagnosticado con una enfermedad neurodegenerativa conocida como demencia por cuerpo de Lewy: Lear está deteriorado (“los viejos torpes vuelven a ser nenes”), fluctúa entre la lucidez (a ratos, reconoce a Cordelia) y la confusión (a ratos, la desconoce: “eres un espíritu”). En Coriolanus se evoca una persona con autismo: carece de aptitudes sociales y de empatía.

En Cien años de soledad, García Márquez también describió una peculiar forma de demencia, la demencia semántica. El síntoma más devastador de la plaga de insomnio de Macondo es la “pérdida del nombre y noción de las cosas”, que Aureliano Buendía intenta combatir “marcando cada cosa con su nombre”, pero reconoce que vendrá el día en que las “cosas serán reconocidas por su inscripción, pero nadie recordará su uso”. La demencia semántica fue redescubierta por los médicos años después de la descripción de García Márquez.

Una de las cosas que más emociona en la literatura es que nos permite conocer realidades diferentes de las nuestras. Al describir a la persona enferma, el escritor nos ayuda a conocer su realidad y, sin proponérselo, contribuye a mitigar uno de los principales dolores de quienes padecen enfermedades mentales: el estigma que conduce a la discriminación y la exclusión social. La enfermedad mental, nos dice Shakespeare, es una de las tantas posibilidades de lo humano.

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