Por Pablo Ortúzar, Instituto de Estudios de la Sociedad Abril 24, 2014

El 8 de abril de 1994 Kurt Cobain apareció muerto. Tenía 27 años, y se había volado la cabeza. Murió joven, como tantas estrellas del rock, pero no dejó un bello cadáver. Su suicidio parecía tener plena lógica para sus seguidores.  ¿Qué le pasaba a los jóvenes? ¿No creían en nada?

Veinte años después, uno se pregunta si la muerte de Cobain ofrece alguna lectura valiosa en perspectiva. Si nos puede decir algo sobre el mundo de hoy. Creo que sí.

Primero, es importante pensar en Cobain como el eslabón final de un siglo XX que se desgastó en matanzas y guerras en nombre de las más variadas ideologías. Un siglo donde la política de trincheras ocupó cada espacio posible y en el que se le consideró, muchas veces, como la única fuente de sentido. Y es frente a ese mundo que el líder de Nirvana parece declarar que si eso es el sentido, entonces habrá que preferir el sinsentido. Y los caminos del sinsentido eran dos: el decadente hedonismo de los yuppies de Wall Street -retratado en forma delirante por Bret Easton Ellis en American Psycho- o “consumirse en vez de desaparecer”. Cobain tomó, como explica en su carta de despedida, esta segunda opción.

Si comparamos esa situación con la de hoy, podríamos pensar que la juventud ha cambiado. Que los hijos de esos jóvenes desencantados o normalizados por el mercado se rebelan contra la despolitización y el conformismo. Que quieren, exigen, que el mundo tenga sentido, y rápido, como una transacción de mercado. Y, por ello, han traído de vuelta la ideología, encantando incluso a más de alguno de sus progenitores. Así, surgen movimientos políticos que combinan la pasión por lo inmediato de los consumidores, la ingenuidad intolerante de los conversos y ese cinismo en el ejercicio del poder que se engendró en los laboratorios de la posmodernidad.

La consideración final a la que esto nos lleva es si este vaivén desde el sinsentido a la pretensión de fundar y realizar el sentido políticamente (lo que también es una forma de nihilismo) no es simplemente un retorno al fanatismo y a la violencia que incendiaron el mundo antes de que la historia, según Fukuyama, “se acabara”. Y si es que no existirá, entre ambas opciones, algo que tanto aquellos quemados por la utopía política como Cobain y los yuppies olvidaron en su momento. Una alternativa que nos podría sacar de un ir y venir entre unos y otros.

No tengo la respuesta a esta duda final. Pero hay una frase de Albert Camus en su carta a Emmanuel D’Astier que nos entrega una pista: “No vivimos sólo de lucha y de odio. No morimos siempre con las armas en las manos. Hay historia y hay otra cosa, la felicidad simple, la belleza natural. También ellas son raíces que la historia ignora, y Europa, porque las perdió, es hoy un desierto”.

Vale la pena reflexionar sobre ellas para que esta generación que le pretende decir “adiós” a Cobain no se lo tope a la vuelta de la esquina, en sus hijos o en sus nietos, echándoles en cara que si apuntar a otros con una pistola funda el sentido, lo único razonable es ponérsela en la propia cabeza.

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