Por Abril 17, 2014

La semana pasada, el ensayista Alain Finkielkraut fue elegido miembro de la Academia Francesa, el organismo que dicta las reglas de la lengua gala. Su elección no estuvo exenta de polémica, porque Finkielkraut lleva años sosteniendo opiniones poco ortodoxas sobre casi todos los temas de interés público. Hijo de inmigrantes judíos de origen polaco -su padre sobrevivió a Auschwitz-, Finkielkraut es un crítico de la modernidad y de todo aquello que la opinión dominante suele adorar.

Uno de sus últimos libros, L’identité malheureuse (que vendió más de 80.000 ejemplares), versa sobre un tema explosivo en Francia: la identidad nacional. Finkielkraut traza un diagnóstico muy duro sobre la ilusión multicultural, que lleva a creer que una nación puede acoger en su seno toda la diversidad del mundo sin sufrir daños colaterales. Según él, la herencia de mayo del 68 les impide a los franceses creer en su propia identidad, y por eso ya no se atreven a transmitir nada sustantivo: la apertura radical al otro implica una renuncia a sí mismo. Esta actitud ha generado una crisis de integración y una fragmentación de la comunidad, que se manifiestan en tensiones sociales bien profundas. Todo esto sería particularmente claro en el caso de la inmigración musulmana, que tiende a conservar sus prácticas culturales, y por eso Finkielkraut fue un férreo defensor de la prohibición del velo. Para él, la lógica republicana exige que el inmigrante sea asimilado -como lo fue él mismo- antes que recibido en su diversidad. Aunque estas tesis son resistidas por la intelligentsia, hay motivos para pensar que reflejan el sentir de una buena porción de franceses: Finkielkraut juega en el hiato que se produce entre los intelectuales cosmopolitas que quieren abolir todas las fronteras, y una clase media que busca protegerse de la globalización.

Ahora bien, estas reflexiones se explican a partir de un rechazo de la modernidad. Finkielkraut no tolera la degradación del lenguaje ni la pérdida de las distancias humanas, y le irrita el dominio cool de la informalidad. Un mundo donde no caben las diferencias, dice, es un mundo plano y carente de sentido. Como si esto fuera poco, no soporta la omnipresencia de internet ni la frivolidad de los medios de comunicación: al hombre le gustan las causas perdidas.

Es innegable que el discurso de este admirador de Lévinas está cruzado por un pesimismo casi patológico y por la nostalgia de un mundo que tal vez nunca existió del todo. Sin embargo, formula preguntas que muy pocos se atreven siquiera a insinuar. Dicho de otro modo, Finkielkraut molesta porque sus tesis son incómodas para el imperio de lo políticamente correcto: no consiente en los dogmas dictados por la nueva moral, ni teme herir sensibilidades si cree estar diciendo algo importante. Quizás aquí radica el principal valor de Alain Finkielkraut: nos recuerda que los pensadores tienen el deber de cuestionar los consensos, aunque sea doloroso, y aunque corran el riesgo de equivocarse. No es poco en un mundo que suele ajustarse sin mayor reflexión a los credos intelectuales más ramplones, siempre y cuando estén de moda.

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