Por Axel Christensen Abril 17, 2014

Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Es el famoso comienzo de Historia de Dos Ciudades, una de las más reconocidas novelas de Charles Dickens. Ésta transcurre en tiempos de mucha agitación social, en los albores de la revolución francesa, y la acción se desarrolla en dos ciudades, Londres y París. Dickens intenta representar  a través de la primera ciudad la paz y el orden, mientras que la capital francesa simboliza el caos y el conflicto.

Posiblemente si Dickens hubiese nacido en Sudamérica, en esta época, podría haber usado a Chile y Argentina como locaciones. De más está explicar cuál sería Londres y cuál sería París. 

Sin embargo, quien recorre a ambos países hoy en día se encuentra con una situación curiosamente paradójica. A pesar de mantener uno de los mayores crecimientos económicos de América Latina y una envidiable solidez macroeconómica, junto con una institucionalidad política, si bien no perfecta pero razonablemente ordenada, el pesimismo entre los inversionistas locales en Chile es de los mayores vistos en mucho tiempo.

En Argentina, en cambio, a pesar de la crítica situación económica y de la creciente inestabilidad política, reina un optimismo entre actores financieros que no se condice con el paradigma que un novelista como Dickens podría usar como representación de desorden y sociedad en pugna. 

¿Qué puede explicar esta aparente contradicción? El que en el país que esté al borde del desarrollo primen sentimientos negativos, mientras que el ánimo en el otro que está al borde del precipicio sea exuberante. Al menos para muchos analistas extranjeros con los que he podido conversar estas últimas semanas, es difícil encontrar una respuesta clara.

Quizás haya que empezar por entender la visión más positiva que proviene de Argentina. Parte de ello se puede encontrar en que, enfrentadas con el fantasma de un colapso inminente, las hasta ahora heterodoxas autoridades transandinas han finalmente empezado a transitar un camino de ortodoxia económico. Motivados más por necesidad que por convicción, se reanudaron conversaciones con entidades multilaterales como el Fondo Monetario o el Club de París. Otros pasos se han dado para evitar la espiral inflacionaria que llevó a que los precios subieran (de acuerdo a estimaciones privadas, no oficiales) cerca de un 30% el 2013.

Sin embargo, pareciera que la fuente principal de esperanza viene de las expectativas de un cambio político. La actual presidenta Cristina Fernández está imposibilitada para buscar un tercer periodo en las elecciones del 2015, por lo que los locales parecen estar anticipando la próxima llegada de una administración más proclive a que sea el mercado -y no los ministros- los que determinen precios y asignen recursos. Irónicamente, este mayor optimismo podría llevar a mayor crecimiento económico el 2015 (el FMI proyecta un exiguo 0,5% para este año) y dejar a Cristina Fernández bien posicionada para regresar a la Casa Rosada el 2019. 

El pesimismo en Chile me ha resultado más difícil de explicar a quienes lo observan desde fuera. De hecho, la primera aproximación es que la economía local no debiera ver más que una desaceleración temporal en su crecimiento este año, para volver a acelerarse el 2015. Con todo, la tan comentada reforma tributaria se ve como una respuesta responsable de autoridades que buscan aparejar un aumento de gasto público permanente con un aumento permanente de ingreso. Muchos países, incluso desarrollados, nos recuerdan, suelen aumentar gastos sin esforzarse siquiera en subir impuestos.  Más aún, si esos recursos van destinados a acelerar el camino de regreso hacia la responsabilidad fiscal  y, más importante aún a invertir en capital humano, la mayoría de analistas extranjeros con los que he conversado el tema ven más méritos que faltas.

Posiblemente no han podido entender aún el pesimismo que la reforma tributaria ha generado entre los inversionistas locales, mayoritariamente respecto al impacto negativo que tendría sobre la inversión en el sector privado y, a la larga, limitando el crecimiento potencial. Adicionalmente, la complejidad de los cambios tributarios -amplificado por un gobierno que parece privilegiar la celeridad antes que la calidad de la discusión parlamentaria- no ha hecho más que traer de vuelta los fantasmas de otra complicada reforma en el transporte urbano de Santiago en la administración  anterior de Bachelet, cuyos riesgos inadvertidos de ejecución terminaron por ahogar las buenas intenciones detrás del proyecto.

En contraste, muchos locales con los cuales he conversado el tema no dejan de manifestar su frustración de que Chile pudiera, así como lo hiciera en el pasado, quedar tan cerca de la expectativa de convertirse en país desarrollado, pero no lograrlo.

Quizás hay que buscar las razones de esta paradoja entre el sentimiento en Chile y Argentina más en el terreno de la psicología o sociología que en materias económicas o financieras. Probablemente más que curvas de oferta y demanda o complicadas ecuaciones financieras, la respuesta se puede encontrar  en la sencilla pero potente identidad "Felicidad = Realidad - Expectativas"

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