Por Patricio Jara Abril 10, 2014

Si se tratara de cualquier otro autor, seguro que la noticia no iría más allá del gesto ondero: escribir una novela en un iPhone se advierte como un capricho inútil, a menos que quien lo haga sea Mario Bellatin. Y no porque el peruano mexicano deba arreglárselas únicamente con su brazo izquierdo y una prótesis en el derecho para desarrollar su oficio, también porque desde sus inicios ha incorporado a su narrativa una reflexión sobre la escritura como un acto físico en que la ortopedia siempre es una presencia inquietante.

La novela se llama El hombre dinero y lejos de maravillarse o apostar por las nuevas tecnologías como algo automático, su autor destaca que mediante una aplicación de notas tuvo “una especie de regreso a la máquina de escribir, porque tecleas diferente, pero suena similar”.

Bellatin da en el clavo, pues encuentra un sonido perdido: el mecanográfico, el golpeteo incesante que va marcando la escritura como el pulso, como la respiración. Sin embargo, no es la primera vez que desarrolla el tema. En Underwood portátil: modelo 1915, una de las dieciséis novelas que acaban de ser publicadas por Alfaguara en una nueva versión de su obra reunida, la escritura física también está allí: “Siempre me ha deleitado el sonido que surge de las teclas”.

No sé qué pensará Bellatin de aquellos programas computacionales que, dicen, sirven para escribir novelas. De hecho, apenas leí la noticia de su escritura en un iPhone recordé una conversación con un autor que efectivamente ocupaba un software especial, aunque todo lo que me describió sobre sus bondades me sonó más a un gran corcho virtual  (o bien un taxímetro) que a algo realmente provechoso para sacar adelante una historia.

Bellatin tiene una mirada lúcida de la escritura, incluso sabiamente pesimista, en especial cuando plantea que el oficio ha de durar hasta que el cuerpo aguante. “El hecho de que haya muchas formas para lograr seguir escribiendo y que exista, además, el recurso de inventar trucos y artimañas que permiten que la escritura genere nueva escritura, hace que, de alguna manera, se atenúe la angustia que produce la idea de que llegará un momento en el cual no se podrá escribir más”.

Leí por primera vez a Bellatin en 1995. Fue un compilado con sus tres primeras novelas, siempre breves. Al libro se le salían las hojas y tuve que pegarlas con cola fría. En 1995, además, aún quedaba gente que veía a las máquinas de escribir como instrumentos de primera necesidad y se aferraba a ellas como una declaración de principios. Hoy, esas tres primeras novelas de Bellatin se ubican al fondo de una lista que sobrepasa la treintena y cada cierto tiempo asoman en la superficie como parte de una fauna abisal, ésa que trae consigo años de trabajo, años de tecleo y de papel entintado.

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