Por Diego Zúñiga Abril 3, 2014

Éramos niños, pero ya teníamos la absoluta certeza de que algo malo iba a pasar. O, al menos, eso nos hicieron creer los adultos durante todos esos años 90 en Iquique: que teníamos que vivir prevenidos, que no podíamos confiarnos, que en cualquier momento el mar se iba a recoger y, entonces, ese anuncio que se había transmitido durante tantos años se iba a cumplir: un maremoto, un tsunami, una ola de quién sabe cuántos metros iba a destruir la ciudad, Iquique, todo.

Era como si hubiéramos vivido esperando el fin del mundo, que iba a suceder ahí, en nuestra ciudad, y ninguno entendía muy bien el porqué. No había explicación o, en realidad, los adultos no nos sabían explicar. Yo creo que les daba lo mismo: éramos niños de seis, siete, ochos años, habíamos nacido en los 80 y pasábamos nuestra infancia en Iquique, en esa ciudad que parecía estar destinada a desaparecer.

Pero estábamos preparados.

En el colegio, cada cierto tiempo, ensayábamos la operación Deyse -protegerse debajo de la mesa, luego salir ordenados de la sala hasta abandonar el colegio y subir en dirección al cerro, sin perder la calma, sin gritar, como pequeños soldados preparados para la guerra-, y sabíamos perfectamente en qué lugar de la ciudad ya estaríamos a salvo de las olas, pero en realidad lo más importante y contundente era ese mensaje -esa paranoia- que nos habían transmitido los adultos: el discurso perpetuo de que en cualquier momento sucedería una catástrofe total y que teníamos que estar alertas, desconfiar, nunca olvidarnos que vivíamos en una ciudad frágil.

Crecimos escuchando la sirena del mediodía -que provenía de una estación de bomberos que quedaba frente a mi colegio- y con una sensación de eterna desconfianza, pues nos habían dicho -nos habían repetido- que si sonaba más de siete veces, significaba que vendría un maremoto y que tendríamos que poner en práctica nuestros conocimientos. El problema es que esa sirena se activaba cada vez que había un incendio, y la cantidad de veces que sonaba dependía del lugar del siniestro, entonces a veces empezaba y seguía, dos, tres, cuatro veces y uno se ponía alerta -la paranonia ya estaba instalada en nosotros- y pensaba lo peor.

No sé bien, realmente, cuándo comenzó esa paranoia, pero mi madre la heredó al poco tiempo de llegar a Iquique, a fines de los 70: ya en ese entonces, cada año, principalmente en invierno, se anunciaba que llegaría el terremoto, el maremoto. Ahí estaban las señaléticas con una ola, ahí estaban los folletos que se entregaban año a año por precaución, porque nunca se sabía. Más de alguna vez mi madre nos contó que mientras estaba embarazada de una de mis hermanas mayores, era tanto el rumor de que ese año sería el gran terremoto, que le dijo a su ginecólogo que mejor adelantara el parto, pues en esas condiciones no podría arrancar. En un gesto de absoluta sensatez, el doctor le dijo que no y mi hermana nació cuando tenía que nacer. Pero la certeza de que algo malo ocurriría nunca se terminó. Al contrario, se fue transmitiendo el mensaje -y la sensación de absoluta fragilidad- de generación en generación, y así nos llegó a nosotros, que crecimos esperando una catástrofe que nunca ocurrió: algunos nos fuimos de Iquique, pero nunca olvidamos esa desconfianza.

Por eso cuando el martes 1 de abril nos enteramos del terremoto y supimos que había alerta de tsunami, inevitablemente recordamos todo: la operación Deyse, el miedo, la paranoia.

Según los expertos, aún no se sabe si éste era el gran terremoto que se esperaba. Los amigos que siguen en Iquique dicen que no puede ser. Que sí, que hubo destrozos, que tienen miedo, que las réplicas, que el desabastecimiento. Pero que no, que no puede ser. Y yo pienso en esa desconfianza con la que crecimos y en la imposibilidad de olvidarnos de ella. Sólo espero que mis amigos estén equivocados.

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