Por Patricio Jara, periodista y escritor Marzo 20, 2014

Se repitió con insistencia una vez conocida su detención, a fines de febrero pasado: Joaquín Guzmán Loera, “el Chapo” Guzmán, estuvo tres años consecutivos en la lista de hombres más ricos del mundo que elabora la revista Forbes. Más allá de sus mil millones de dólares (hasta 2012) ganados con el narcotráfico hacia Estados Unidos, cada vez que se mencionaba el ranking, el estado mexicano sentía un vergonzoso tirón de oreja, pues no obstante los esfuerzos de distintos gobiernos por apresarlo, objetivamente el país nunca dejó de ofrecer las condiciones para que el narco más buscado del país y del planeta fuese, también, el más acaudalado y glamoroso. Sin contar que la revista Foreign Policy lo situara, a mediados de 2013, entre los 500 poderosos del globo.

De manera que hoy, cuando el Chapo está en prisión (sin haberse disparado un solo tiro en su captura) y su leyenda no hace sino crecer, son muchas las preguntas que asoman sobre la autorregulación del ecosistema narco en México, aunque todas conllevan la misma respuesta: con la caída del líder del cartel de Sinaloa  queda la cancha despejada para que sus rivales, Los Zetas, los del cartel del Golfo y otros grupos se disputen la mayor parte de la torta en una suerte de guerra total.

 El periodista mexicano Jorge Zepeda Patterson publicó a fines del año pasado su novela Los corruptores. Es un intenso thriller político situado en las zonas más oscuras de la influencia narco en la sociedad azteca. Recién llegado a Chile, el libro detona a partir de una columna de opinión escrita por un periodista a propósito del asesinato de una conocida actriz. Sin embargo, mientras se despliega la trama llena de conspiraciones y venganza, nos encontramos con este párrafo producto del mejor periodismo de anticipación: Como muchas otras autoridades en México y Estados Unidos, concebía al cartel de Sinaloa como “el cartel bueno”: eran los profesionales que desde los años setenta se dedicaban al tráfico de drogas, poseían códigos de honor importados de la mafia ítalo-estadounidense y gozaban de alta reputación social en las zonas en que operaban. Por el contrario, otros carteles surgidos en la costa del Golfo de México, particularmente los terribles Zetas, se caracterizaban por su barbarie, por extender sus operaciones a delitos como el secuestro y la extorsión, y por la crueldad en contra de la población civil.

Pero la tesis de Zepeda Patterson no se quedó en la novela. A horas de la detención de Guzmán, el periodista escribió una columna en el sitio de noticias sinembargo.mx, que profundizaba en el equilibrio que generaba el cartel de Sinaloa, sobre todo haciendo foco en un aspecto tan elemental como la tranquilidad de la población civil, que si bien puede no compartir en absoluto el negocio de la droga, al menos estaba segura de que si ellos no se metían con los narcos, los narcos tampoco se meterían con ellos. Hoy, incluso se habla de las consecuencias de la detención del Chapo en la economía de Sinaloa, por la cantidad de comercios (restoranes, hoteles, clubes nocturnos, salones de fiesta, supermercados) de los que él y su corte eran los principales clientes.

Con todo, Zepeda Patterson no deja de celebrar la detención de Guzmán, aunque le incomoda pensar que quizás alguien está aún más satisfecho por su captura que el propio presidente Enrique Peña Nieto: Omar Treviño, líder de Los Zetas, más conocido como Z-42. Lo que venga bien puede dar para otra novela. Al menos ya tiene el título.

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