Por Andrea Slachevsky, neuróloga Marzo 13, 2014

En la actualidad, quienes asumen cargos públicos están sujetos a un escrutinio de sus historias personales con estándares cada vez más exigentes, planteándonos cuál es el límite entre lo público y lo privado. Hasta ahora se asumía que había un límite infranqueable para este escrutinio: la intimidad de la mente humana. Sin embargo, los avances en los métodos de exploración cerebral están fragilizando esta aparente barrera.

Hace menos de una década, la posibilidad de adentrarse en la mente humana era sólo resorte de  la ciencia ficción o de métodos fantasiosos sin ninguna validez científica. En 1958, el filósofo Herbert Feigl  había imaginado el autocerebroscopio, una máquina que podría medir en tiempo real la actividad cerebral y establecer una correspondencia entre ésta y los estados mentales. Otros pretendían que se podía objetivar la veracidad de un relato con los supuestos “sueros de la verdad” o el poco confiable polígrafo, la “máquina de la verdad”, que establecía si una persona mentía o no midiendo sus respuestas fisiológicas (presión arterial o ritmo cardíaco).

Pues bien: el cerebroscopio ya es una realidad. Los avances en la neurotecnología han permitido el desarrollo de métodos de exploración que evalúan en vivo la actividad cerebral midiendo el consumo de oxígeno o la actividad eléctrica de las neuronas. Y el registro de la actividad cerebral en tiempo real permite inferir, en ciertos casos, el  contenido de la mente humana.

Un estudio ha mostrado que es posible saber lo que una persona está viendo midiendo la actividad neuronal en la corteza cerebral visual. En otro estudio se solicitó a sujetos elegir entre dos tareas (una suma o resta) y mantener en mente su elección durante un intervalo en el cual se midió la actividad cerebral. La actividad registrada permitió identificar con un 71% de certeza cuál de las dos tareas el sujeto había decidido hacer. Los resultados de este estudio sugieren que se pueden conocer las intenciones de un sujeto leyendo su patrón de actividad cerebral.

Pero como escriben la filósofa Kathinka Evers y el neurocientista Mariano Sigman en el artículo “Possibilities and Limits of mind-reading: A Neurophilosophical Perspective”,  sólo se ha podido establecer una asociación entre actividad cerebral y contenido mental en situaciones simples: una imagen visual o una tarea matemática. No sabemos si estos resultados “pueden extenderse a situaciones más realistas en las que los sujetos eligen entre una cantidad múltiple, quizás ilimitada, de opciones e intenciones”.  Además, dada la complejidad de nuestros estados mentales, la extrapolación de estos resultados a la vida real es aun más problemática. Como escribe el filósofo Pierre Cassou-Noguès en Lectures Cerebrales, “no es fácil hacer el inventario de lo que tenemos en la cabeza. No es sólo que tengamos una multitud de cosas, es que no está para nada claro que el conjunto de lo que allí tenemos esté bien definido, ni que podamos decir sin arbitrariedad si tal idea está allí o no”.

Más allá de estas limitaciones, que podrían ser sólo provisorias, la posibilidad de leer la mente plantea dos problemas. El primero tiene que ver con la esfera de la privacidad: ¿es la mente humana privativa del sujeto? ¿Puede permitirse violar esa privacidad? El segundo problema, ya expuesto por Mark Twain en La Decadencia del Arte de Mentir, tiene que ver con la inconveniencia de la transparencia extrema para la convivencia social: “Es una vieja verdad que la verdad no es siempre bueno decirla... La mentira es universal: todos mentimos; todos tenemos que hacerlo. Por tanto, lo sabio es educarnos con diligencia a fin de mentir de manera juiciosa y considerada; a fin de mentir con un buen propósito y no con uno pérfido; a fin de mentir para ventaja de los demás y no para la nuestra”.

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