Por Camilo Feres Febrero 27, 2014

Uno de los elementos del debate de estos días gira en torno a cuánto de continuidad y cuánto de cambio habrá entre las dos administraciones de Michelle Bachelet. En esto, la mandataria ha dado algunas luces.

La primera gran señal al presentar a su equipo fue que, tal como lo intentara infructuosamente en su primer gobierno, en su segundo período buscará consolidar una nueva arquitectura de poder que corte transversalmente los partidos que la sustentan. Para esto, las definiciones de sus ministros principales han variado en  edad, militancia, género y experiencia, pero coinciden en un rasgo políticamente muy significativo: ninguna es de total agrado de las directivas partidarias.

Este solo hecho justifica mirar con especial atención la relación entre quienes se consoliden como rostros principales del neobacheletismo y quiénes, en cada partido de la coalición, asuman la tarea de restablecer el orden amenazado. En este sentido, el segundo mandato de Bachelet, contrario a lo que se creía, se inicia con más amenazas en los pasillos y salones que en la tan manoseada calle.

Al ratificar su intento refundacional, Michelle Bachelet nos está notificando que, al mismo tiempo que los temas abordados en su propuesta programática y de la acuciosa necesidad de establecer un nuevo acuerdo social en las diversas materias que componen la agenda pública local, su convicción respecto a lo que merece ser cambiado alcanza también -y de manera decisiva- la estructura de poder de su sector. Y ella aún cree ser capaz de lograrlo.

Esta señal, sin embargo, choca de frente con otra continuidad entre la primera y la segunda Bachelet: el secretismo. Hay pocas cosas más anacrónicas que la compartimentación y la segmentación de la información. Y, si hacemos fe de las intenciones de renovación política expresadas por el bacheletismo, la mantención de la doctrina KGB en las comunicaciones terminará por acrecentar el poder de las mismas redes que hoy dicen querer desbancar.

El complejo juego de la política depende mucho más de cómo se alinean los diversos actores frente a los estímulos que se presentan, que de la convicción o la fineza del diseño de una administración. Lo que hemos visto hasta ahora es cómo y dónde prefiere Bachelet gastar su capital político en ascenso, pero la mayor cantidad de decisiones de un presidente deben ser tomadas con las estrellas apuntando en el sentido inverso.

Bachelet lo sabe: una vez que recupere la banda presidencial, el poder que hoy ostenta comienza su sostenido declive. Desde entonces, todo tiempo pasado será mejor y toda decisión tomada ayer será clave para dar forma a la que viene mañana. Ahí es donde se instala la duda sobre qué de todo lo aprendido entre sus dos administraciones será lo que finalmente prime en el hilo conductor de la nueva Bachelet y su Nueva Mayoría.

Que el segundo mandato de Bachelet termine siendo primer gobierno del nuevo ciclo o que se convierta sólo en uno que dotó de nuevos elencos y nueva épica a las mismas fuerzas del ciclo anterior depende, en gran medida, de cómo resuelva esta tensión entre continuidad o cambio. Mal que mal, una tercera continuidad de la nueva Bachelet podría ser dejar muy en claro que lo intentó y por culpa de quiénes terminó nuevamente sin lograrlo.

Relacionados