Por Pablo Romero, sacerdote jesuita Enero 9, 2014

El balance del 2013 incluye al menos dos grandes tragedias ligadas a migrantes  en el mundo. La primera fue en las costas de Italia, a inicios de octubre. Más de 200 africanos murieron ahogados, luego de un incendio de la patera que los llevaba a la isla de Lampedusa. Trataban de cruzar clandestinamente el Mediterráneo para llegar a Europa. Se suman a los cientos que han muerto estas décadas usando la misma forma, desesperada, de romper las fronteras, cruzando el mar de las formas más inseguras, muchos atrapados en medio de mafias de tráfico de personas.

La segunda fue días después. 92 cadáveres de nigerianos fueron encontrados en el desierto de su país. La sed y el cansancio los mató en medio de una travesía que, lo más probable, tenía como dirección Argelia, y desde ahí, Europa. La panne de los dos camiones hizo que quedaran abandonados en el desierto. Del total de cuerpos, 52 correspondían a niños y 33 a mujeres.

Las reacciones personales ante hechos como esos pueden ser muchas. 

Propongo dos preguntas. La primera, ¿hasta dónde estos dos hechos verdaderamente son una tragedia? Dicho de otra forma, ¿hasta dónde pueden ser catalogados de accidentes, fatalidades de la vida?

Pareciera que sólo cabría remitirse a la fragilidad de la vida humana, implorar a Dios y responder con más técnica. Pero ¿qué pasa cuando esos accidentes los sufren sólo los más pobres?  ¿Qué pasa, al menos, en el caso de Lampedusa, cuando se trata de una frontera controlada por uno de los países más ricos del mundo? ¿Y qué pasa cuando detrás hay mafias de un lado y del otro lado del Mediterráneo en búsqueda de aprovecharse laboral y sexualmente de los migrantes? Entonces no se puede hablar de accidente ni de tragedia. Se trata, como dijo el Papa Francisco, “de algo provocado”. “Una vergüenza”. Más todavía cuando un mínimo de análisis histórico nos ayudará a comprender que las diferencias económicas entre Europa y África que promueven la migración no surgen sólo de aspectos culturales, sino que en muchos sentidos ha sido una riqueza a costa de pobreza.

Ahora la otra pregunta más relevante: ¿Y nosotros qué? África está muy lejos. Todo pareciera demasiado distante.

Pero Lampedusa y Níger no están tan lejanos. Primero porque somos parte de un mismo cuerpo con el resto de la humanidad. Muchas veces el insularismo de Chile nos sigue jugando en contra. El desastre de estos africanos es nuestro desastre. Nosotros hemos muerto también con ellos. Pero mucho más aún, porque la cercanía es física. La realidad de la migración de personas sin poder económico ni político pero con poder humano y espiritual único está muy cerca. La trata de personas y la explotación del migrante también. Y manifestaciones como la convocada el mismo mes de octubre por un grupo de antofagastinos, las declaraciones de algunos ex candidatos y autoridades, y la indiferencia de otros tantos son una respuesta cruel a ella. Ahí nosotros herimos. 

Tenemos que re-mirar nuestras fronteras y nuestras formas de concebirnos. Cuestionar nuestros nacionalismos y nuestra manera insular de ver las cosas. Y, más aún, cuando se está buscando una nueva legislación de extranjería en Chile, las muertes en Lampedusa y Níger son un impulso único para reafirmar tres cuestiones básicas: el derecho que tiene toda persona a no ser obligada a migrar, ya sea por las condiciones económicas, políticas, o por el engaño de nadie; el derecho que tiene todo ser humano, por otro lado, a poder migrar y buscar mejores condiciones de vida, resulte o no una carga económica para nuestro país (cosa, por lo demás, que no sucede hoy); y por último, el valor único de la hospitalidad, de la valoración del distinto, y del servicio privilegiado que a ellos hay que dar.

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