Por Sergio Bitar Diciembre 12, 2013

La vida de Mandela es deslumbrante. Su figura condensa las virtudes y cualidades que uno desea de un líder. Resistió 27 años de prisión, desde cuando fue acusado de propiciar la lucha armada contra el apartheid en 1963 hasta ser liberado en 1990 y, durante sus años en la cárcel mantuvo un liderazgo incuestionado. Su autoridad no mermó por su aislamiento y el propio gobierno de apartheid enviaba a sus personeros a consultarle en la prisión. Ayudó decisivamente a crear una nación democrática donde parecía imposible. Logró sacar adelante una Constitución para todos, en circunstancias de tremenda polarización.

En 1994 fue elegido presidente, en la primera elección universal en la historia de su país, y luego de su primer mandato (1999) resolvió no continuar y abrir camino a otros.

Constituyó un gobierno de unidad nacional nombrando a dos vicepresidentes, uno blanco, Frederik de Klerk, quien lo precedió y lo liberó, y uno de su partido, el Congreso Nacional Africano (CNA), Thabo Mbeki, quien lo sucedió en 1999 y gobernó hasta 2008. Con ambos pude conversar el año pasado sobre las lecciones de su país para las transiciones a la democracia en el mundo.

Visité a De Klerk en Ciudad del Cabo y a Mbeki, en Adís Abeba, Etiopía. Con el primero comprobé que fue mucho más que una transición a la democracia, fue la construcción de una nación en una sociedad dividida y segregada.

Pero también que Sudáfrica, como Chile, ya cambió y lo que viene será  muy distinto. Han crecido las tensiones. Y no por causa de la división entre blancos y negros.

Tras 20 años de gobierno desde que asumiera Mandela (1994-2014), la sociedad presiona por más igualdad y menos pobreza, más transparencia y participación. Y esa exigencia se formula al gobierno actual con bastante fuerza. Con Mandela en vida, su  partido, el CNA, se ha mantenido unido y aún conserva la  mayoría. Pero con Mandela ausente  se intensificarán los movimientos sociales, como ocurrió con la tremenda conmoción de las muertes y el levantamiento de los trabajadores de las minas de oro, como en Marikana en 2012 y 2013.

De mi entrevista con Mbeki me sorprendió el paralelo con Chile: ambos países han tenido las más largas transiciones en manos de una misma coalición. En ambos se expandió la conciencia de libertad y de derechos. Ambas han sido mundialmente alabadas, han desatado nuevas expectativas y son ahora cuestionadas por no haber superado la desigualdad, la segregación y los privilegios.

Me atrevo a anticipar que las manifestaciones sociales aflorarán en Sudáfrica con más fuerza, como ocurrió en Chile estos últimos tres años. Surgirán nuevos proyectos nacionales y nuevos movimientos transformarán el cuadro político. La memoria de Mandela servirá de inspiración a quienes quieren cambiar las cosas.

Nosotros debemos seguir de cerca la evolución de Sudáfrica e intercambiar experiencias. Así ocurrió entre Aylwin y Mandela, a comienzos de los 90, cuando la Comisión de Verdad y Reconciliación chilena sirvió de referencia a la sudafricana. La relación de Lagos con Mbeki también  fue estrecha por sus afinidades políticas. Yo mismo pude apreciarlo cuando fui encomendado por la presidenta Bachelet para representarla en el cambio de mando de Mbeki al actual presidente  Zuma, en 2008.

Podemos a futuro aprender más uno del otro, y también  realizar iniciativas internacionales  en ámbitos  de interés común: democracia y  derechos humanos,  defensa de los recursos naturales (ambos dependemos de minerales), creación de puentes entre América Latina y África.

No olvidemos que África será un continente de 2.000 millones de habitantes  en 2050, tendrá un desarrollo de sus clases medias y un tremendo crecimiento. Las afinidades valóricas, que tan bien representa Mandela,  son un sólido fundamento para propiciar más cercanía entre ambos continentes.

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