Por Camilo Feres Octubre 10, 2013

“Déjenme decir esto públicamente: Michelle, nunca te he querido tanto. No puedo estar más orgulloso de ver cómo el resto de EE.UU. se enamora de ti también”, dijo un emotivo Barack Obama la noche de su triunfo. 

La imagen tradicional del político sonriente acompañado de su cónyuge e hijos, todos vestidos para escena, ha de ser uno de los clichés más recurrentes en materia de marketing político a nivel mundial. Y aunque la política dejó hace mucho de ser el espacio de las virtudes ideales,  el modelito se sigue usando, incluso por campañas liberales en la meca de la profesionalización de lo electoral como es Estados Unidos.

En nuestro país históricamente no hemos sido la excepción. Por lo mismo, es interesante la relativa ausencia de las familias en las piezas publicitarias y comunicacionales de muchos de los actuales candidatos presidenciales. En concreto, de las candidaturas con mayor puntaje en las encuestas, no aparecen con sus familias en la foto ni Bachelet, ni Matthei, ni Claude, ni Parisi. 

Resulta llamativa esta omisión. La familia del candidato no sólo habla de su dimensión “ideal”: también es un vehículo para que los medios transmitan su condición de “persona”, la categoría dominante en la política mediatizada. De lo íntimo, de lo cotidiano, se desprenden aptitudes, valores y disposiciones. Por eso incluso hay casos de recomposiciones conyugales previas a una elección. 

Adicionalmente, existen no pocas ocasiones en las que uno o más miembros de la familia del candidato(a) resultan el complemento ideal para compensar áreas deficitarias del actor principal: la cercanía de Cecilia Morel v/s la Frialdad de Piñera; la inteligencia de Hillary v/s la espontaneidad de Bill o la también espontánea Martita como complemento del siempre parco Eduardo. 

Pero en la presente elección, al menos hasta ahora, sólo Marco Enríquez-Ominami ha optado por el tradicional uso de su menos tradicional familia. Si asumimos que las acciones de comunicación política son fruto de análisis más o menos racionales, habría que decir que el candidato del PRO es el único que considera a su familia o a él en familia como un activo de campaña.

Es posible especular con los efectos de una sociedad más moderna y secularizada; también es posible explicarlo por una limitada comprensión de la preponderancia del candidato por sobre su programa-partido-aliados; o es posible aventurar explicaciones más casuísticas, como el que al menos tres candidatos de la actual oferta tienen en su familia nuclear algún conflicto o historia que es mejor no asomar por sobre la ventana del escrutinio público. 

Más allá de las razones, sin embargo, si en lo que queda de campaña se sigue con esta tendencia, nos tendremos que quedar con las ganas de tener una versión criolla del te amo Michelle… Obama, por cierto.

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