Por Amir Bibawy Agosto 15, 2013

Egipto está ahora en un estado de división insalvable entre los mayores poderes políticos. Una violenta represión de las protestas pacíficas organizadas por los adherentes del derrocado presidente Mohammed Morsi ha dejado cientos de muertos y heridos y amenaza con llevar al país al caos generalizado. Dos años y medio después de la caída de Mubarak, se ha reinstaurado un estado de emergencia y se ha impuesto un toque de queda en casi todo el país. 

Nada de lo que pasó el miércoles, ni de lo que pasó en las últimas seis semanas desde la caída de Morsi, llevará al país a la estabilidad democrática. Una retórica casi fascista ahora es el lenguaje predominante en cualquier discurso político, con los liberales seculares firmemente defendiendo el derrocamiento de Morsi, quien fue un fracaso en su año de gobierno. En el otro lado, los islamistas de los Hermanos Musulmanes están igualmente demonizando a sus oponentes seculares. Los islamistas no han considerado ningún tipo de negociación con el gobierno militar interino e insisten en reinstalar a Morsi, lo que sería una retractación política inimaginable de parte del ejército. Ante eso los musulmanes han jurado mantener su postura y algunos han recurrido a la violencia contra la policía y contra la minoría copta del país, incendiando estaciones de policía e iglesias en las provincias menos pobladas, donde hay menos seguridad. 

Egipto ha quedado ahora con un gobierno civil ineficiente, cuyo vicepresidente, el Premio Nobel Mohamed Elbaradei, renunció en protesta por la violenta represión del miércoles. No hay parlamento, la constitución está suspendida, un movimiento religioso político debilitado, un fuerte aparato de seguridad y una población dividida. A eso se suma la ley de emergencia y el toque de queda; con eso es fácil entender por qué todos los logros democráticos de la revolución de 2011 se han perdido. 

A decir verdad, la culpa no recae sólo en un grupo o persona. Los grupos liberales malgastaron gran parte de su capital político tras el derrocamiento de Mubarak y estaban demasiado desorganizados para las elecciones parlamentarias y presidenciales. Los islamistas, predominantemente los Hermanos Musulmanes, estaban hambrientos de poder y causaron todo este lío antagonizando abiertamiente con cada partido político del país.  Después de todo, más de 20 millones de personas se manifestaron el 30 de junio para derribar a Morsi, quien bordeaba la negación egomaníaca en ese momento. El gobierno de los musulmanes apoyó la represión violenta contra los manifestantes por meses y alabó a las fuerzas de seguridad por hacerlo. También secuestró el proceso de redacción de la nueva constitución. El decepcionante manejo de la transición de los militares llevó a los sucesos del miércoles.

Cualquier reconciliación en este punto está minada por el involucramiento de las fuerzas de seguridad, estén en el lado en que estén. La división es simplemente demasiado grande como para que cualquier coalición de gobierno la supere -y nadie quiere formar ese gobierno-. Predomina una mentalidad revanchista que tristemente plaga el mundo árabe. Los egipcios podrían prescribir los partidos islámicos y eso los forzaría a esconderse y a ejercer la violencia terrorista. Alarmantemente, muchos, incluso entre los intelectuales, están  promoviendo aquello. Muchos en el otro lado están preparándose también. 

Una amiga iraquí me dijo esta semana en Jordania que los egipcios han demostrado dos veces ser la gente más brava del mundo árabe. “Se unieron contra Mubarak y luego se unieron contra Morsi”, dijo. La cuestión ahora es: ¿Se unirán por Egipto?

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