Por Daniel Mansuy Agosto 1, 2013

La noche del sábado 20 de julio en Trappes -pequeña ciudad ubicada en los suburbios de París, con alta población inmigrante- se produjeron violentos disturbios entre la población musulmana y la policía. El motivo fue la interpelación, por parte de las fuerzas del orden, a una mujer que llevaba un velo integral, la burka, que no deja nada del rostro a la vista. Recordemos que bajo el gobierno de Nicolas Sarkozy se promulgó una ley que prohíbe el uso de la burka en los espacios públicos, por ser contraria a los valores de la República. Pues bien, y tal como se predijo en su momento, una interdicción así no sería fácil de aplicar. Las versiones sobre lo que ocurrió efectivamente ese día difieren: mientras la autoridad afirma que el marido habría reaccionado con inusitada violencia, intentando incluso estrangular a un policía, la mujer dice haber recibido un trato vejatorio, y alega que además era la tercera vez que era interpelada en el día. Como sea, el hecho es que esa noche -y también la siguiente- cientos de musulmanes fueron a protestar a la comisaría de la ciudad, generando desórdenes de alto calibre, que la policía sólo pudo controlar recurriendo a la fuerza.

El asunto es un polvorín por donde se le mire. Por un lado, la comunidad musulmana acusa frecuentes discriminaciones arbitrarias: en el fondo, se sienten ciudadanos de segunda categoría, excluidos de los circuitos de prestigio y poder. Todo esto tiene algo de cierto, y de hecho el modelo francés no es multicultural. Francia es el paradigma de la república una e indivisible, que sólo tiene ciudadanos y que, por tanto, no reconoce  ninguna comunidad en cuanto tal. Eso explica también la queja de los más republicanos para con algunos musulmanes: nunca han querido asimilarse a Francia, ni manifiestan mayor lealtad por las leyes y las autoridades. De hecho, hay ciudades francesas que, si no fuera por la arquitectura, ya no presentan aspecto europeo. Así las cosas, no hay nada de raro en que cualquier chispa pueda incendiar la pradera: Francia no sabe qué hacer con esta nueva realidad, que desafía abiertamente su comprensión de sí misma.

El problema tiene mucho de insoluble, al menos desde el paradigma liberal clásico. La distinción tradicional entre lo público y lo privado se hace muy difícil, porque ambas dimensiones se cruzan inextricablemente. Digamos que las bases intelectuales de la democracia liberal suponen algo así como una comunidad que comparte ciertos elementos: nuestras certezas occidentales sólo funcionan desde allí, sobre unos fundamentos que el liberalismo -más allá de todos sus méritos- no puede proveer. Eso explica la desorientación actual de la clase dirigente francesa, que no logra encontrar un punto de equilibrio entre el discurso de la extrema derecha -que instrumentaliza hasta el hartazgo el rechazo a los musulmanes con un discurso de odio- y la izquierda compasiva -que tiene enormes dificultades para exigir mayor integración. Hace algunos años, Christopher Caldwell formuló los términos de la cuestión en un libro célebre (Reflections on the Revolution in Europe: Inmigration, Islam and the West): es tal la crisis de identidad que atraviesan las sociedades europeas, que ya no saben si quieren seguir siendo lo que han sido durante siglos. Dicho de otro modo, muchos europeos no saben qué quieren preservar de su cultura, y se sienten incómodos con la idea de “imponer” algo. Así, se niegan a ver la revolución que transcurre frente a sus ojos. Trappes no es más que el último síntoma de un dilema que, hasta ahora, pocos están dispuestos a tomar en serio.

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