Por Manfred Svensson Julio 25, 2013

Desde la renuncia del anterior Papa hasta la elección del actual, en los medios proliferaron opiniones que daban cuenta de la medida en que a una sociedad pretendidamente secularizada le seguía importando lo que ocurría en Roma. El primer viaje internacional del Papa Francisco vuelve a evidenciar el fenómeno: tras su elección como primer pontífice latinoamericano, se sigue con altas expectativas la visita a su propio continente. Parecería, después de todo, ser un buen test: si se trataba de tener un Papa proveniente del Sur todavía católico, se espera de él que parta por fortalecer el catolicismo en su propio hemisferio. Así, junto a los naturales cuestionamientos por los gastos y la seguridad, críticos y adherentes atienden a este viaje preguntándose si acaso logrará revitalizar la fe católica en Brasil. Pero eso no sólo pone expectativas excesivas sobre lo que puede ocurrir en los escasos días de su visita. También cabe preguntarse si consideraciones como aquella están partiendo de un adecuado análisis de la situación religiosa regional.

La elección de Brasil no es trivial. Después de todo es, por donde se lo mire, un país de sumo interés. A pesar de lo que se pueda decir de su crítico momento actual, es con justicia que se le reconoce como una potencia emergente. Con dos de las tres mejores universidades de la región y once de las treinta mejores, Brasil lidera de modo indiscutido la educación superior del continente. Con todo, a dicha educación superior gratuita acceden primordialmente quienes han podido optar a una costosa educación escolar, replicándose así los problemas de desigualdad de países menos prósperos. Eso que pasa en la educación no es muy distinto de lo que ocurre con el conjunto de su economía: es una de las fuerzas pujantes del mundo actual, y al mismo tiempo conserva conmovedores bolsones de pobreza. Dado el énfasis en este tema que desde un comienzo ha caracterizado el discurso de Francisco, este solo hecho parecería volver a ese país un lugar interesante para poner a prueba los impulsos que una visita suya pudiese traer consigo.

Sin embargo, lo anterior aún no dice mucho de la situación religiosa de Brasil. Se repite que es el país con más católicos del mundo, y se destaca también el fuerte proceso de desafección que ha habido respecto del catolicismo. Pero la naturaleza específica de dicho cambio lo vuelve de peculiar interés para nosotros: es muy cercano a lo que ocurre en Chile, con el catolicismo habiendo retrocedido en paralelo al crecimiento tanto de una población secularizada como de los evangélicos. El resto del continente no muestra tales signos de doble presión para los católicos, sino un catolicismo que decrece o bien por un marcado crecimiento evangélico (como en varios países centroamericanos), o bien por una marcada secularización (como en Uruguay).

Chile y Brasil constituyen casos distintivos en el continente, con algunos interesantes paralelos entre sí. Nuestro censo acaba de arrojar un 67% de católicos, muy cercano al 65% que el censo del 2010 indicaba para Brasil; un 11% declararó en Chile no adherir a ninguna religión, comparable al 8% brasileño; finalmente, el 16% de evangélicos en Chile sigue con alguna distancia al 22% de Brasil. La mayor presencia del espiritismo da cuenta de una mayor variedad en Brasil, pero al margen de ese hecho parecemos ser los dos países de composición religiosa más similar del continente.

Dicha semejanza es particularmente relevante si se considera de la mano de la condición social más general de nuestros países. Brasil y Chile se encuentran en significativos procesos de modernización. Constituyen un testimonio elocuente de que la modernización produce un cambio religioso que no siempre cabe describir en simples términos de secularización. En ambos países se trata de un proceso bastante más complejo. Son casos que muestran más bien la pervivencia de la religión en un contexto de fuerte modernización. Peter Berger, una de las mayores eminencias de la sociología de la religión actual, y que décadas atrás profetizaba el fin de la religión justamente por los procesos de modernización, ha pasado, a la luz de fenómenos como éstos, a hablar de una “desecularización” del mundo.

Y no se trata de simple pervivencia de lo que había antes. El contexto es religiosamente pluralista. Tal contexto implica por fuerza cambios en la disposición religiosa de cada uno: por lo bajo se toma conciencia de que existe una alternativa a lo que uno cree, lo que genera en algunos casos mayor sincretismo religioso, pero en otros mayor conciencia de las diferencias entre la propia creencia y las rivales. No sólo se ve afectada la situación de la fe individual, sino también la de la presencia pública de la religión. Como resultado, surge más bien el deber de pensar modos más complejos de relacionar religión y vida pública.

El Papa está visitando, entonces, no un reducto de religión tradicional en el hemisferio sur, sino una sociedad típicamente moderna. Su presencia ahí puede ser productiva más allá de Brasil y más allá del catolicismo, precisamente en cuanto contribuya a que tomemos conciencia des preguntas nuevas que plantea dicho escenario postsecular.

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