Por José Manuel Simián Julio 18, 2013

El caso de Trayvon Martin -un adolescente afroamericano de 16 años que el año pasado murió en Sanford, Florida de un disparo propinado por el “vigilante” voluntario George Zimmerman cuando venía de comprar un paquete de caramelos- y la posterior absolución de su atacante han conmocionado a Estados Unidos. Una de las cosas dolorosas del caso es que esa conmoción sea un sentimiento tan habitual. El caso de Martin es sólo el último en una larga serie de incidentes en que hombres negros terminan golpeados o muertos y sus agresores salen libres.

Ocurrió con Emmett Till, el adolescente de 14 años que en 1955 fue secuestrado, torturado y asesinado en Mississippi por haberle coqueteado a una mujer blanca. Después de ser absueltos -y sabiendo que no los podrían volver a enjuiciar- los criminales confesaron el delito en una entrevista. Ocurrió en Los Angeles en 1991, cuando cuatro policías golpearon brutalmente a Rodney King tras una persecución en la carretera, y no recibieron castigo criminal a pesar de haber sido grabados en video. Ocurrió en 1999 en El Bronx, cuando el inmigrante guineano  Amadou Diallo recibió 19 balazos luego de que la policía le pidiera identificarse e intentara sacar su billetera. Los cuatro uniformados fueron declarados inocentes tras un polémico proceso.

Todos estos casos generaron ira y rechazo en buena parte de la población. El caso de Till, por ejemplo, está relacionado con el inicio del movimiento por los derechos civiles, y el de King gatilló violentos disturbios en Los Angeles que se extendieron por 6 días y dejaron 53 muertos. Y con el caso Martin las protestas se han repartido por el país y por internet, mientras otros esperan que Zimmerman reciba, a lo menos, una condena civil. La pregunta de fondo es, por una parte, cómo evitar que se produzcan más muertes o abusos en incidentes aparentemente causados por prejuicios raciales, y por otra, determinar por qué el sistema policial y judicial aparece como indolente y hasta permisivo con esas conductas.

Si bien tras la elección de Obama muchos se apuraron en hablar de que vivíamos en un Estados Unidos “post-racial”, el odio, el miedo y los prejuicios no se han acabado. Cada uno de estos incidentes de violencia y los procesos judiciales que les siguen se parecen a una especie de pozo sin fondo en que el país se mira a sí mismo. Apenas asomados al pozo, vemos la cultura de la violencia disfrazada de derecho a portar armas Zimmerman estaba autorizado a cargar la pistola semi-automática de 9mm con que mató a Martin); un par de metros más abajo, las relaciones entre grupos raciales Zimmerman era mitad latino, es decir, conectado con otra minoría); y más abajo todavía, los supuestos defectos del sistema legal y judicial estadounidense. Pero hacia el fondo del pozo, hacia el infinito, sigue estando la mancha de la esclavitud, una pesadilla que sigue envenenando todo lo que toca.

Los crímenes de odio (o causados por presuntas confusiones como las que pudieron haber llevado a Zimmerman a seguir a Martin esa noche de febrero) no sólo se cometen en Estados Unidos contra las personas negras. De hecho, hace pocos años hubo una seguidilla de asesinatos en el Estado de Nueva York en que las víctimas eran latinos, y no han dejado de producirse casos parecidos con homosexuales. Pero la reacción nunca es tan airada como cuando sucede con un afroamericano, a pesar de que los latinos los hayan sobrepasado como la segunda minoría del país o que la conciencia sobre los derechos de los homosexuales haya alcanzado niveles históricos. La diferencia es que ninguno de esos delitos conecta al país con su pasado más vergonzoso. Ninguno forma parte de una cadena de violencia y abusos tan bien documentada.

En parte por eso fue que, tal como muchos ciudadanos preocupados por la igualdad y malpensados, asumí que Zimmerman había actuado motivado por prejuicios raciales. Pero tras el veredicto que lo absolvió, no me sumé a la ola de quejas por Facebook ni salí a la calle a manifestarme, principalmente porque la reacción de muchos me pareció desencajada. Pensar que el fallo emitido por un jurado en Florida era un profundo pronunciamiento sobre el estado de las relaciones raciales en Estados Unidos, o que a ellos les correspondía hacer justicia a nuestra pinta en vez de aplicar las normas relevantes, es entender poco y nada. De hecho, la mayoría de los analistas judiciales  vaticinaron el desenlace por la dificultad que tendría la fiscalía de demostrar más allá del estándar de la duda razonable que Zimmerman no había actuado en defensa propia. En ese sentido, uno de los legados del caso Martin es la necesidad de reformar las leyes de defensa propia.

Mucho más que eso, lo que este caso y sus repercusiones nos enseñan es que la pesadilla generada por la segregación racial no se ha terminado. Que más que estar mirando hacia el fondo de un pozo, seguimos cayendo en el vacío.

Relacionados