Por José Zalaquett Junio 13, 2013

Al tiempo de escribir este posteo, Nelson Mandela, próximo a cumplir 95 años, está gravemente enfermo y se teme por su vida. 

En la época contemporánea, Mandela ha encarnado la idea de ética política como pocos.  Hay que pensar en figuras de la estatura de Mahatma Gandhi o Martin Luther King como líderes que se le pueden comparar.  Una salvedad: ellos, como Mandela, fueron grandes profetas en el sentido bíblico; esto es, no tanto personas capaces de vaticinar el futuro, sino dispuestas a levantar una voz de denuncia ante las iniquidades de los poderosos, especialmente los reyes.  A diferencia del líder sudafricano, sin embargo, a ellos no les correspondió gobernar. En el curso de su larga vida, luego de casi 75 años como “profeta”, a Mandela le tocó ser “rey”, como el primer presidente de una Sudáfrica sin apartheid.  

Su larga lucha como “profeta” contra un odioso sistema de racismo institucionalizado le costó casi 28 años de prisión (de 1962 a principios de 1990).  Su tenaz determinación de no cejar en su lucha, al punto de rehusarse a aceptar una liberación condicionada a declaraciones que eran inaceptables para él, estuvo motivada por una ética de la convicción. Sin embargo, las consecuencias de su actitud recaían sobre él mismo, su familia y su entorno más cercano.

Una vez que llegó a su fin el apartheid,  Mandela comprendió que sólo él podía asegurar una pacífica transición a la democracia en su país. Por ello, aceptó convertirse en presidente (o “rey” en el sentido bíblico).  Al dar ese paso no cambió su firmeza ética, pero sí tuvo diferentes responsabilidades. Ahora las consecuencias de sus decisiones recaerían sobre toda la nación y marcarían el futuro de Sudáfrica. Por ello, asumió una ética de la responsabilidad, que no significa descuidar las convicciones, sino considerar seriamente las consecuencias de sus decisiones, teniendo en cuenta la condición humana y las probabilidades de la vida real.

Me tocó viajar a Sudáfrica, por primera vez, en febrero de 1994, cuando ya estaban programadas elecciones presidenciales democráticas y, por segunda vez,  junto al ex Presidente Patricio Aylwin, en julio de ese mismo año, habiendo asumido Nelson Mandela como presidente poco antes. En ambas ocasiones, el propósito de la visita era participar, en Ciudad del Cabo,  en sendas conferencias sobre cómo enfrentar el pasado de violaciones de derechos humanos en una transición a la democracia. A los sudafricanos les interesaba la experiencia de Argentina y, sobre todo, la de Chile. Ello explica la invitación al ex presidente Aylwin (en mi caso, querían conocer el trabajo de la Comisión de Verdad y Reconciliación, conocida como comisión Rettig, de la que fui miembro). Don Patricio Aylwin y yo lamentamos no haber podido conocer a Mandela, quien se acababa de someter a una cirugía. En su reemplazo nos recibió el ministro Omar, como presidente subrogante.

Dos años se tardó el gobierno de Mandela en establecer la Comisión de Verdad y Reconciliación de Sudáfrica (TRC era su sigla en inglés), que tomó su nombre de su homónima chilena. A pesar de que contaba con amplia mayoría en el parlamento, el presidente, quien había formado un gobierno de unidad con el Partido Nacional, el partido del apartheid (pacto que no duró demasiado), quiso que la formación de la TRC tuviera una aprobación amplia.  Al ser finalmente formada por ley, esta comisión, que trabajó por varios años,  pudo contar con poderes especiales, entre ellos el de dar inmunidad penal, salvo por los peores crímenes, a quienes declararan la verdad de lo ocurrido. Cerca de siete mil personas se inscribieron para hacer tal declaración. Esta fórmula respondía al afán de Mandela de buscar justicia y, a la vez, dar los primeros pasos para forjar una básica unidad nacional sobre los escombros de un régimen que mantuvo,  por muchas décadas, una criminal segregación racial. Su afán de reconciliación nacional no fue siempre comprendido por sus propios seguidores; de hecho muchos de ellos se extrañaron que el informe de la TRC también incluyera crímenes políticos (los menos) cometidos por miembros del Congreso Nacional Africano, el partido de Mandela. No obstante, el anciano presidente invirtió todo su capital simbólico y peso moral para persistir en ese camino y dejar en claro que los derechos humanos están por encima de toda bandería política.

Al término de su primer mandato presidencial, Mandela no buscó la reelección sino que se retiró, dejando, con ese gesto,  la vara muy alta para sus sucesores. Su vida, que, si no por esta enfermedad, en todo caso se extinguirá pronto, ha sido la de un hombre justo, quien, oprimido y perseguido, se entregó a su causa con tesón, sin considerar sacrificios personales, pero que brilló con sus mejores destellos en sus tiempos de triunfo, administrando la victoria con justicia, magnanimidad y responsabilidad.  Un ejemplo para la política de hoy y de siempre.

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