Por Juan Manuel Astorga Mayo 30, 2013

Sus lágrimas me descolocaron. Le di un billete de US$20 porque me ayudó a abrir el ventanal de mi pieza del hotel. Había dejado mi llave adentro y este muchacho ruandés recibió el billete como quien se hubiese ganado la lotería. “Con esto compro leña para varios meses”, me dice. En un país donde los árboles son el principal combustible, recolectar ramas es tan común como comprar pan en Chile. “Debe ser muy duro cargar con leña todos los días”, le comenté al sacerdote Felipe Berríos, con quien nos alojábamos en el hotel. Me dijo que ése no es el problema, sino que las mujeres son objeto constante de violación cuando se adentran en los bosques. ¿Y entonces, por qué van ellas?, le pregunté. “Porque a ellas las violan, pero a ellos los matan”, me respondió.

El abuso sexual a mujeres y los asesinatos de los hombres que se pelean por la madera son dos de los muchos vestigios que dejó el genocidio de Ruanda, que ha enfrentado históricamente a las etnias de los hutus y los tutsis.

Cuesta llegar a este lugar, el más conflictivo y olvidado de África. Muy pocos vuelos aterrizan en el aeropuerto de Kigali, su capital, el mismo lugar donde un misil hizo explotar en 1994 el avión en el que viajaban el entonces presidente de Ruanda, el hutu Juvénal Habyarimana, y de Burundi, Cyprien Ntaryamira. A estas alturas, nadie pone en duda que el autor intelectual del doble magnicidio es el actual gobernante ruandés, Paul Kagame. Él es de origen tutsi, una minoría calificada como  elite y que había sido privilegiada siempre por Bélgica, potencia colonizadora. Los hutus, que habían llegado a la administración pública con la ayuda de una Iglesia que expandió su dominio allí donde estaba la mayoría, hicieron todo lo posible por erradicar a sus contrarios. Eso hasta que Kagame o alguno de los suyos mandó a matar a su enemigo. La cosa es que desde entonces el aeropuerto es el emblema del triunfo de tutsis sobre hutus.

Cruzando la puerta de este, la mitad de la pega ya se había conseguido. Faltaba la otra parte: entrevistar para TVN a Berríos, quien se encuentra desde hace 3 años en la República Democrática del Congo. Habíamos quedado de juntarnos en la frontera con Ruanda. El viaje hasta allí sólo se podía hacer en auto.

Obsesionado en mostrar progreso, el gobierno de Ruanda pavimentó su carretera principal. Pero no lo hizo pensando en sus habitantes, a los que ni siquiera les puso una vereda. Los ruandeses no tienen autos, caballos ni bicicletas. Con suerte  zapatos, y aún así caminan muchas horas rumbo a sus trabajos en el campo, llevando sobre sus cabezas plátanos, leña o lo que sea que tengan que transportar. Arriesgan sus vidas al costado de un camino en realidad pavimentado para los todoterreno que viajan al Congo a robar diamantes y el coltán, un mineral usado en la fabricación de computadores y celulares.

Los ruandeses han sido víctima de la peor crisis alimentaria del último siglo. No se ve basura en las calles, porque consumen muy poco. Tampoco animales, porque apenas sobreviven a las epidemias. Y a los que no mueren por enfermedades, se los comen, incluyendo los perros. No ven televisión porque no tienen, apenas votan y creen que los blancos viajan a la luna todos los días. No pueden dimensionar la realidad del mundo porque no la conocen. En Ruanda casi no existen políticas sociales porque la pobreza no es tema.

Al llegar a la frontera entre Ruanda y el Congo está el Lago Kivu, a cuyas aguas fueron lanzados muchos de los cuerpos de los 800 mil ruandeses que murieron en el genocidio. Ahí estaba esperándonos Berríos, al borde de un lago cuyas aguas bañan una pequeña playa del hotel donde nos quedaríamos. El mismo donde el llanto de un ruandés por recibir un billete me explicó mucho sin decir casi nada.

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