Por Camilo Feres Mayo 23, 2013

En algún punto de la historia, entre los guiños de Bachelet y el momento en que accedió a ser candidata, comenzó una competencia por ofrendarle una recepción a la altura. Para preparar el terreno y fieles a los traumas de la transición, los partidos comenzaron por el orden: quienes la recibieran debían ser ante todo un ejército disciplinado y obediente.

Aquí comenzó el calvario de la DC, que con una mitad del partido obstinada en llevar un candidato propio, no calzó en la idea de orden de la comisión de pórtico. Así, el primer giro tras la irrupción de Bachelet fue el abandono de la DC del puesto de mejor compañero del socialismo y el ingreso  del PPD al cuadro de honor.

Para hacerse cargo de la relación inversa entre la popularidad de la ex mandataria y la de los partidos, se ideó una puesta en escena que prescindiera de ellos y que -con contadas excepciones- privilegiaría la exhibición de la candidata siguiendo el modelo inaugurado por Lavín: actuar como si los partidos y sus rostros iconográficos tuvieran tiña.

Finalmente, la escenografía debía integrar armónicamente las críticas más pertinaces a la Concertación y sus prácticas. Las formas, el lenguaje y las personas del nuevo escenario tendrían que dar cabida a toda la participación,  renovación y  conexión ciudadana que el conglomerado había extraviado. Tan importante como los partidos y fuerzas organizadas críticas eran las figuras de la periferia concertacionista. Esa masa de subjetividades exacerbadas para quienes el conglomerado era un mal menor, un cáliz del cual bebían sólo después de haber votado por un testimonio y como freno a la derecha.

Todos juntos: los hijos críticos, los luchadores marginales, los que alguna vez habían dejado el hogar por diferencias de forma o fondo; los autocomplacientes junto a los autoflagelantes tempranos, los tardíos y los eventuales.

Los partidos asumieron el costo de generar las condiciones para que este delirio fuera posible, pero a su manera: asumiendo que todos los involucrados evitarían el conflicto. Finalmente la presión rompió el saco y en ambos extremos hubo heridos.

Escalona, el emblema del orden, sucumbió ante la premisa del “todo por ella” que él mismo había ayudado a instalar. Al otro lado, Javiera Parada, símbolo de la generación de las subjetividades, dejó el comando criticando la miopía de quienes  no caían rendidos ante la lozanía de la generación revolucionaria y democrática destinada a sucederlos. La nueva mayoría se comenzó a desgranar, el poder de veto de las minorías comenzó a crecer y la ofrenda a la líder se desvaneció en el aire. Paradojalmente, tras el intento por mantener el orden, los partidos crearon las condiciones propicias para premiar el desorden.

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