Por Andrea Slachevsky Mayo 2, 2013

El paso del célebre rockero Chuck Berry por Sudamérica dejó sonando algo más que los acordes de “Roll over Beethoven”. A sus 86 años, su presentaciones en Buenos Aires y Santiago estuvieron marcadas por múltiples errores en su actuación. Se asumió que el desmemoriado y envejecido Berry era manipulado por sus hijos, noción que disputó el productor del concierto en Chile.

En el caso de Berry prevaleció uno de los estigmas más frecuentes sobre las personas de edad avanzada con trastornos cognitivos: su supuesta incapacidad para tomar decisiones. 

¿Cómo determinamos entonces la capacidad de toma de decisiones? La respuesta que demos a esta interrogante tiene impactos en múltiples esferas del quehacer humano. Por ejemplo, la nueva Ley sobre Derechos y Deberes de las Personas en Atención de Salud señala en su artículo 28º: “Ninguna persona con discapacidad psíquica o intelectual que no pueda expresar su voluntad podrá participar en una investigación científica”. Esta norma ha suscitado la aprensión de la comunidad científica chilena, pues se teme que a través de ella se prohíba en nuestro país la investigación en enfermedades causantes de deterioro cognitivo, como el Alzheimer.

En ambos casos se concibe la autonomía de las personas como la capacidad de realizar elecciones de manera independiente.  El problema es cómo definimos y evaluamos la capacidad mental de las personas para tomar decisiones. Un requisito básico es la capacidad de entender y estimar la naturaleza y consecuencias de una decisión.

Pero, ¿es necesario que nuestras capacidades cognitivas estén intactas para tomar decisiones? Tendemos a responder que sí. Más aún, tendemos a infantilizar y despersonalizar a aquellos con trastornos cognitivos porque igualamos la pérdida de capacidades intelectuales con la pérdida de la personalidad. John Hughlings Jackson, uno de los neurólogos más eminentes de la historia, escribía en 1894 sobre las demencias: “No hay persona… sólo una criatura viva”.

Pero el panorama es algo más complejo: por una parte, la mayoría de las enfermedades que afectan las capacidades cognitivas no causan una pérdida total de ellas. El ejemplo típico es la enfermedad de Alzheimer. Su diagnóstico se hace hoy en etapas más tempranas, en personas conscientes de sus dificultades y con trastornos cognitivos leves. Además, la capacidad requerida depende de la decisión: muy alta en una decisión crucial, baja en las de escaso riesgo.

Por otro lado, estudios en pacientes con demencia han mostrado que los instrumentos que miden el deterioro intelectual no miden adecuadamente la capacidad de toma de decisiones. El mal uso de instrumentos conlleva el riesgo de conclusiones erradas, como relata Stephen Jay Gould en La mala medida del hombre. Durante la Primera Guerra Mundial, en Estados Unidos se concluyó que las personas de raza negra eran intelectualmente inferiores después de aplicar test de inteligencia diseñados para personas alfabetas a reclutas negros mayoritariamente analfabetos.

¿Podemos entonces pronunciarnos sobre la capacidad de las personas para tomar decisiones? Probablemente sí, pero recordando que no se trata de una situación de todo o nada: la presencia de una enfermedad que compromete las capacidades cognitivas no implica la abolición completa de la capacidad de tomar decisiones. Por el contrario, esta capacidad depende de una evaluación para cada persona y cada tarea específica, pudiendo perderse la capacidad para tomar ciertas decisiones y conservarse en otras.

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