Por Daniel Mansuy Marzo 28, 2013

 

Hasta el jueves 21 de marzo, todo parecía ir sobre ruedas para Nicolas Sarkozy. El ex presidente galo había estado sumergido varios meses tras su derrota electoral de mayo pasado, pero el contexto político, lentamente, lo estaba invitando a regresar. Por un lado, la derecha se enfrascó en una guerra fratricida que dejó heridos a todos los aspirantes a sucederlo como líder del sector, lo que transformó su eventual retorno en algo natural. Pero, además, el gobierno de Hollande está lejos de pasar por su mejor momento: la popularidad del mandatario socialista va en caída libre, y no se avizora cómo podría recuperarse. Hollande ha tomado un cúmulo de medidas impopulares, que no sólo son poco coherentes con lo que dijo en su campaña, sino que además lo ponen en situación de inferioridad patente frente a Angela Merkel, cuestión intragable para los franceses. Hollande tiene muy descuidado su flanco izquierdo, que no quiere saber nada con la “austeridad”; pero también el derecho, porque la oposición ha sabido cristalizar el rechazo a la actual administración en torno a la cuestión del matrimonio homosexual. Para peor, el ministro del Presupuesto debió renunciar por unas cuentas ocultas en Suiza, lo que no es particularmente honorable para un gobierno socialista que sólo reparte escasez. 

Así las cosas, Sarkozy incluso había dejado entrever su regreso: “No quiero volver, pero podría estar obligado a hacerlo por Francia”, dijo, en palabras que fueron recogidas por el semanario conservador Valeurs actuelles. En el fondo, Sarkozy está convencido de que sólo él cuenta con la estatura necesaria para producir la inflexión radical que Francia necesita. En otras palabras, ya estaba soñando con inscribirse en la mejor tradición gaullista, del hombre providencial que regresa si la patria está en peligro.

Sin embargo, ese jueves 21 el escenario habría de cambiar bruscamente para Sarkozy: tras interrogatorios y careos que duraron unas nueve horas, el juez Jean-Michel Gentil decidió procesarlo por “abuso de debilidad” contra Liliane Bettencourt. ¿De qué se trata esto? Bettencourt, dueña de L’ Oréal, es la primera fortuna de Francia, y ha sido una financista tradicional de la derecha. Según el juez, Sarkozy acudió a pedirle dinero en repetidas ocasiones en su campaña del 2006. Esto no es delito, pero hay dos detalles. El primero es que dichos montos nunca fueron declarados, por lo que constituyen financiamiento ilegal de su campaña. Pero lo más grave es que, en esa fecha, Bettencourt ya no estaba en  pleno ejercicio de sus facultades mentales.  Dicho de otro modo, Sarkozy habría ido a pedirle cientos de miles de euros a una millonaria de avanzada edad cuya senilidad era evidente -y que, desde luego, le dio todo lo que pidió-. La mezcla de factores es muy explosiva: incluye dinero oculto, una millonaria sin voluntad y un candidato sin muchos escrúpulos. Como buen litigante, Sarkozy lo niega todo, incluso haberla visitado, pero una serie de indicios hacen poco probable su versión: lo delatan las agendas, los mayordomos, las declaraciones de varios testigos y hasta la ropa utilizada en tal o cual día.

La humillación para Sarkozy es mayúscula. Cuando el juez le comunicó su procesamiento, el ex presidente le contestó con una amenaza apenas velada. Su reacción se explica porque ya no cuenta con ningún tipo de inmunidad, y el juez está decidido a llegar hasta las últimas consecuencias. La derecha ha reaccionado con desesperación -acusando, por lo bajo, de parcialidad política a los jueces-, pues sabe que Sarkozy es su mejor carta para recuperar el Elíseo en cuatro años más. Sin embargo, ahora sólo cabe esperar el resultado de un proceso judicial que será tortuoso, y cuyos plazos tienen poco que ver con los tiempos políticos: algo más que un tropiezo en el camino de un hombre que siempre ha caminado muy apurado.

 

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