Por Patricio Jara Marzo 14, 2013

Con la decepción aún viva por la derrota de la U ante Newell’s, el martes en el Estadio Nacional, uno podría parafrasear a Martin Niemöller y decir: cuando vinieron a prohibir los fuegos artificiales, no protesté porque yo no lanzaba fuegos artificiales; cuando vinieron a quitar los bombos, no me importó porque yo no tenía (ni tocaba) el bombo; pero cuando me hicieron apagar el cigarrillo, entonces debí obedecer so pena de recibir una multa de 80 mil pesos por fumar en un sitio donde está prohibido.

Así van las cosas con la nueva ley del tabaco, vigente desde el 1 de marzo, cuyo puño de hierro llegó también a los recintos deportivos. Esta semana, justamente, debutó en el Nacional.

La sensación general es que la gente fue disciplinada y acató. No obstante que, a diferencia de otros puntos del país, donde la norma es absoluta, en la cancha de Ñuñoa hay áreas, delimitadas con un línea amarilla, que sí permiten el humo del tabaco. Son espacios muy pequeños de la galería norte y sur, más las primeras filas de las tribunas, es decir, el lugar en que se instalan las barras bravas o donde se ve el partido a ras de piso y muy mal. Aunque más que eso, aquella línea amarilla es inútil, sobre todo porque lo que separa un lado del otro es, cuando mucho, una reja, y sabemos que el humo tiene la propiedad de atravesar las rejas.

Si es verdad que el fútbol, como juego, es una representación de la vida misma, esta clase de leyes aplicadas en los estadios no son más que teatro del absurdo: en el Santa Laura, donde rigió por primera vez con tolerancia cero, varios contaron no más de cinco fiscalizadores en un lugar, aunque no estaba lleno, para 20 mil personas.

Veamos, entonces, la escena: cinco mortales sumergidos entre las barras de Unión Española y Ñublense, los equipos de ese día, buscando con mirada inquisidora cualquier bocanada sospechosa. Ahora lleve el ejemplo a las barras de la U, la UC y Colo Colo. Imagine a un grupo de valientes inspectores, papeleta en mano, entrando a territorio comanche a cursar partes a lo más granado del  jet set del tablón. Imaginemos, mejor, si son capaces de salir ilesos.

La Asociación de Municipalidades lo advirtió: no tiene personal suficiente para hacer cumplir la norma. Menos aún si Carabineros no está autorizado a cursar multas, sólo a intervenir, suponemos, cuando la integridad del inspector esté en peligro.

Con esta clase de medidas se intenta dar un barniz de civilidad a determinados asuntos mediante nada más que la prohibición ciega. Prohibir casi por deporte, con leyes que, como ésta, por falta de recursos y contingente, quedan apenas en un buen deseo, transformadas en un acto poético cargado de maquillaje que imita normas internacionales, como los torniquetes en la entrada de los estadios y los famosos verificadores de identidad que, al menos el martes, no funcionaron para chequear a los 30 mil hinchas que fuimos al estadio.

Y aunque hubieran funcionado, aunque hubiésemos tenido un inspector por asistente, al acecho por si encendíamos un pucho, estoy seguro de que nada habría detenido al perro que el martes entró a la cancha en pleno partido. Y ocurrió dos veces. Y fue el mismo perro. Un perro sin ley.

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